La tierra tenía grietas como arrugas de vieja curtida al sol. Desde hacía dos años, el pueblo de Magaz era un páramo. No había caído una sola gota de agua en todos esos meses. Y esa cruel sequía estaba destruyéndolo todo, cada rincón. Reinaba un silencio morboso. Los animales habían muerto, las plantas se habían secado y los pájaros se habían mandado a mudar, para no morir de sed. La gente del pueblo también había empezado a secarse y ya no sabían qué hacer con ese flagelo.
Fue por aquel entonces cuando don Manuel Contreras López, herrero de oficio y devoto de la Virgen de las Sierras, creyó que lo único que podría salvarlos sería un milagro.
Y por eso, subió hasta la ermita para orar.
Comenzó rezando una serie de rosarios, luego un centenar de avemarías, más tarde apeló a padrenuestros, glorias, credos y pésames e incluso recordó aquella oración al ángel de la Guarda, que su madre le había enseñado. Al principio, lo hizo con los ojos cerrados y en voz muy baja. Luego, mirándole los ojos a la Virgen, de rodillas, transpirando y a los gritos. Así toda la noche.
Todavía muchos recuerdan aquella mañana de agosto en que empezó a llover. Eran unas gotas gordas, sabrosas, que caían con fuerza y mezclaban la tierra como un chocolate delicioso. Fue de madrugada, cuando el sol había empezado a despuntar y unas nubes negras parecieron venir corriendo desde la línea del horizonte.
Esa misma mañana en que todos agradecieron que comenzara a llover, encontraron a Manuel, muerto, al pie de la Virgen, con su rosario en la mano y aún genuflexo.
Al ver que la lluvia se volvía más y más copiosa, los vecinos aleccionados por Cipriano —que además de amigo de Manolo, era el alcalde y el dueño del bar—, sumaron dos más dos y se convencieron de que Contreras López, el herrero devoto de la Virgen de las Sierras, había sido el verdadero hacedor del prodigio y debía ser recompensado.
Y nada mejor para ello que convertirlo en estatua.
Así lo hicieron.
Le destrabaron las piernas, estiraron su anatomía, ya un poco rígida, llamaron a un experto en esculturas, bañaron el cuerpo en bronce y lo colocaron sobre un pedestal.
A partir de ese día, Manolo pasó a vivir en medio de la plaza, hecho estatua, con una placa que decía:
“MANUEL CONTRERAS LÓPEZ,
ESTE HOMBRE FUE UN SANTO”.
Diluvió durante el primer mes. Y durante el segundo y el tercero.
Magaz volvió a teñirse de un verde intenso; los árboles levantaron sus ramas, como agradeciendo. Retornaron los pájaros y con ellos sus colores y sus cantos; las plantas dieron flores y trajeron insectos, fragancias. De gris, el paisaje se tornó multicolor.
La gente salió a pasear con sus paraguas, disfrutando del agua y muchos se animaron a bañarse bajo la lluvia, para gozar de ese placer que se les había negado durante aquellos fatales años.
Pero esa lluvia, ese maná, no tardó en convertirse en otra catástrofe para el pueblo. Porque la lluvia nunca paró.
Y diluvió durante diez años seguidos.
Fueron los tiempos en que todos se resignaron a usar galochas y el Observatorio Meteorológico Nacional tuvo que instalar una sede regional frente al Ayuntamiento. Las casas crujían bajo los truenos y los relámpagos. Los niños nacían pasados por agua y a los viejos había que sacarles el moho de la entrepierna. Y los jóvenes que se habían ido a la ciudad para estudiar, regresaron sólo cuando querían tener una arriesgada jornada de pesca. Durante esos años, cada uno de los habitantes de ese pequeño pueblo español debió aprender a convivir con la lluvia.
Pero un día todo habría de cambiar: cuando don Manuel, el autor de aquel “milagro”, el hombre que había devuelto la lluvia a la zona y que, desde hacía mucho tiempo hibernaba hecho una estatua, decidió volver a la vida.
Aquella mañana, la estatua estiró las rodillas, terriblemente entumecidas. Distendió los brazos con dificultad y tomó fuerzas para moverse. Todo le costaba muchísimo. Respiró profundo, bajó del pedestal y caminó, como pudo, unos pasos.
Un automóvil que pasó velozmente, lo empapó. El agua comenzó a despegarle el cabello, engominado a fuerza de bronce.
Es que Don Manuel había empezado a extrañar. Desde su lugar privilegiado en medio de la plaza podía ver apenas lo que le permitía su posición y lo cierto es que su corazoncito querendón lo estaba empujando desde hace rato al regreso. Quería ver a los viejos conocidos, a sus hermanas, recobrar sus recuerdos, ver qué había sido de su herrería.
Aquella mañana, Don Manuel se convenció de que valía la pena el esfuerzo y se decidió salir a pasear por el pueblo. Por eso se encaminó al bar de don Cipriano, su amigo, aquel que había sido el último alcalde que él recordaba.
Arduo trabajo le costó llegar hasta pequeño local de la calle Rioja. Charcos, pequeñas lagunitas, estanques con peces en el medio de la calle, sorprendieron al resucitado. Al llegar al bar, cuatro hombres que jugaban a la brisca, cuando lo vieron entrar, detuvieron la partida. Murmuraban, susurraban. Uno de ellos se le acercó para preguntarle si necesitaba ayuda y agregó:
—Tienes muy mal color— le dijo, mirándolo de cerca.
Don Manuel quiso responderle que peor color tenían sus pantalones sucios, pero no le salieron las palabras. Apenas unos sonidos de goznes herrumbrados.
Una mujer que estaba junto a la ventana, se tomó la cara y pegó un grito, cuando vio que parte del bronce de una de las piernas de Manuel caía con estrépito, para llenar el piso de polvo dorado.
El muchacho que estaba detrás de la barra, boquiabierto, miraba el oxidado maquillaje que no había terminado de desprenderse de la anatomía de esa estatua viviente.
—Q… q… ¿qué va a to… mar? —le preguntó, con miedo y casi por costumbre.
—Ci-pri-a-no —alcanzó a articular Manuel.
El joven jamás había oído mencionar el nombre de esa bebida. Pero luego relacionó que de ese modo se llamaba su abuelo. Entonces, le respondió que Cipriano había muerto hacía más de seis años.
Manuel empalideció tanto que su rostro se volvió verde oliva. Se sonó los dedos, lo que provocó un chasquido parecido a una cerradura antigua abriendo una puerta. Y volvió a preguntar, esta vez por Magdalena, una de sus hermanas.
El chico, más asustado, buscó ayuda con la mirada, pero ninguno de los parroquianos, que miraban pasmados sin hacer nada, estaba dispuesto a socorrerlo.
—Usted debe querer decir Lenita, la peluquera… —le respondió finalmente, luego de pensar un rato—. Pues lamento decirle que ella no tuvo mejor suerte. Murió una tarde… hace unos ocho años, mientras intentaba hacerle un peinado a prueba de truenos a su hermana, quien también falleció, meses después, por la tristeza…
—Vaya… —dijo Manuel, sin entender de esas extrañas modas—. Parece que hoy no es un buen día para regresar…
Salió a la calle y miró el pueblo. Todo había cambiado. Descubrió que la casa de Antonia, la lechera, se había convertido en un negocio de artículos de pesca, y le llamó la atención esa M mayúscula que adornaba el antiguo local del sastre, que ahora —parecía— se apellidaba Mc Donalds.
Deseoso de recuperar parte de su pasado, retornó a su vieja herrería. El frente se mantenía igual a cómo él recordaba. Las puertas estaban cerradas. Las empujó con escaso esfuerzo y, para su sorpresa, se abrieron con facilidad. Allí dentro, además de sombras, muebles, yunques y herramientas llenas de polvillo y olvido, habitaba un gran bote con motor fuera de borda, sobre unas ruedas neumáticas.
Miró dentro de la embarcación y descubrió unas canastas con redes y ganchos y unas boyas de colores y unas cuantas cañas de pescar. Más allá unas cajas con exóticas tablas de colores.
Olió su vieja vivienda. Y ya ni siquiera le pareció familiar.
Triste fue para Manolo darse cuenta que todo lo que él había conocido ya no existía.
Pensó unos instantes y, al fin, retornó al último lugar que recordaba haber transitado en vida: la antigua ermita de la Virgen de las Sierras.
Ascender hacia la gruta le costó muchísimo. Allí arriba encontró a una Santa María impávida que lo miró, como en aquella noche, con sus ojos plácidos.
Hasta allí había llegado hacía diez años. Hasta allí había ido en procura de un poco de paz, respondiendo a algo que había escuchado de boca de Cipriano: «Agua, Manuel, agua. No sé qué habrá que hacer, pero necesitamos agua».
—La estatua de la plaza ha desaparecido—dijo el nieto de Cipriano, que corrió hasta la emisora de radio local.
—Pero, ¿qué te has fumado?—, bromearon.
—Joder, hombre, que nada… Creédme, si es que la estatua acaba de estar en el bar y dejó todo dorado— insistió el joven que pidió a Pepe, el jefe de la radio, que lo acompañara hasta la plaza.
Y ¡vaya que era verdad!, confirmó el periodista. No sólo que la estatua no estaba. Los pasos que había dado Manolo esa mañana habían quedado grabados, como sellos amarillos, en el suelo barroso.
Como sabuesos, el cronista de la radio local junto con el nieto de Cipriano, siguieron los rastros.
Vieron sus huellas en la antigua herrería que ahora servía de garaje para el bote de Prefectura. Observaron cómo iba dejando pinceladas doradas, en el sendero que subía a la cumbre. Ellos ascendieron entre los matorrales, cubriéndose de los rayos, que a esa altura de la montaña eran muy peligrosos. Y llegaron hasta la ermita.
Allí lo encontraron: muerto, mojado, flácido, limpio de los bronces, viejo como no parecía cuando estaba en medio de la plaza. Y ahogado en un charco.
Al verlo, Pepe, el joven periodista, supo que ese hallazgo lo haría famoso y que aquella sería la mayor noticia que daría el periodismo del pueblo.
Así fue la doble muerte de Manuel quien nunca supo que todo Magaz festejó con bombos y platillos su ausencia.
Mucho menos hubiera podido entender cómo disfrutaron todos los vecinos de esa gran fiesta que se realizó al día siguiente en plena plaza.
Estuvo el gobernador, el alcalde, la Guardia Civil, los vecinos más antiguos, los jóvenes, los pequeños con uniformes escolares viendo cómo, sobre el mismo pedestal que Manolo había ocupado y ahora estaba vacío, se colocaba una placa adicional.
Esta todavía existe, y dice:
«POR FIN SE HIZO JUSTICIA
CON QUIEN ANEGÓ NUESTRA HISTORIA».