VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

106- El rey de la Atlántida. Por Kaláshnikov

-¡Deje de ver la televisión! ¡No le hace bien! -le insté a mi abuelo.
-Te puedes creer que ahora los políticos están pidiendo perdón por no haber reaccionado a tiempo y, de ahora en adelante nunca jamás sucederá; que se obligará a poner cláusulas de dióxido de carbono a todos los estados. ¡Es lamentable! ¡Bellacos! -vociferó mi abuelo.
-De nada sirve que se ponga así; su corazón no aguantará tantos sobresaltos  -tranquilicé a mi abuelo.
-¡Qué más les da una isla más, una isla menos! Ellos sólo miran el dinero. ¡Pagan justos por pecadores! -gritaba mi abuelo, mientras apretaba contra su pecho una fotografía en la que se leía “Tuvalu”.
-Cálmese abuelo la tensión le está subiendo -le dije al abuelo, mientras miraba la pantalla que marcaba sus constantes vitales, a los que estaba unido con interminables cables.
-Lo solucionan dándonos una tarjeta en la que nos catalogan como refugiados climáticos. Nos hacinan en las cuadras de nuestros vecinos; negando nuestra identidad.
Borran de los mapas nuestras fronteras. Ninguna reverencia a la majestad que hoy se postra bajo cables médicos; un monarca apátrida, eso es lo que han hecho conmigo.
¡Han comprando mi silencio! -vociferaba como un energúmeno mi abuelo; sus constantes se disparaban.
-Yo le creo, abuelo, aunque los demás se rían de usted, y le crean un paria. Sé que usted fue rey -le consolaba mesando sus cabellos.
-¡Claro que fui Rey! Monarca de un país excelente. Recuerdo las finas arenas doradas que se atrevían a rozar el mar turquesa; las exuberantes palmeras cobijaban a una población tranquila; súbditos leales que honraban a la madre naturaleza, paliando los daños que aquellos que deciden quién se ahoga y quién no le hacían -sollozaba mi abuelo.
-Lo único que va a conseguir así es poner un pie en la tumba.
-Eso es lo que quiero -dijo levantándose de su cama.
-No diga esas cosas; le quiero conmigo.
-Ves esas torres de fábrica de ahí fuera -dijo señalando con su dedo índice.
-Sí, las veo.
-Ésas no existían en mi tierra; allí honrábamos a los moais, nuestros antepasados.
Velamos a nuestros antepasados, a nuestra naturaleza. En cambio, estos insensatos son cómplices de sus asesinos.
Le pasé la mano por el hombro y le acompañé a la cama. Ya calmado se tumbó y le arropé. Sabía que dentro de dos días sería esa tal reverencia a los antepasados que él celebraba; siempre lloraba diciendo que no tenía sus instrumentos para llevar a cabo una buena ceremonia. Los había dejado abandonados en Tuvalu, por culpa de la rápida huida, cuando todo sucedió. Mi abuelo decía que yo era el príncipe de aquellas tierras en las que mis padres perecieron; pero yo era muy pequeño para tener ningún recuerdo.
Aún así, sabía que no le quedaba mucho al abuelo, y por intentar recuperar esos artilugios que no fuera. Un viejo amigo del puerto me había prestado una barcaza. Serían unas horas de navegación hasta los 8° 31’ S que tanto repetía mi abuelo mientras dormía. Yo apenas conocía el oficio de navegante, ni cómo se utilizaban las marras, ni ningún aparejo marino, pero sí era ducho con los remos. Formaba parte del equipo de rugby del colegio, rodeado de todos los blanquitos. Los que son como nosotros, “los refugiados”, simplemente practican el levantamiento de la bolsa para esnifar pegamento.

***
Nunca me había sentido tan minúsculo. Sereno, no en vano aquel océano era pacífico y amigable, por mucho que lo tilden de temible; Pacífico no Maléfico. Sólo temía que apareciese un tiburón blanco y me devorase, como en los documentales de naturaleza. Cada vez me hundía más y más en aquella masa azul y, el único rastro que dejaba eran las burbujitas que despedía mi tubo. Pasados unos minutos, el azul desprendía unos destellos dorados y descubrí que me había asentado sobre tierra firme. Los hilos de luz que provenían de la superficie me dejaban descubrir un poblado con sus casas de madera, sus calles y sus puentes. Los bancos de peces se arremolinaban danzando un baile singular, un vals vienés de aletas y escamas me daba la bienvenida. Aquel museo etnográfico submarino abría sus puertas. El palacio destacaba entre las demás edificaciones. El mismísimo dios Tritón se merecía ese palacio, que las algas intentaban hacer suyo. Mi abuelo no me hablaba de pamplinas, ni eran aquellos cuentos delirios seniles. ¡Mi abuelo es un rey! Entré y la calma reinaba en el lugar. Un óleo descascarillado presidía la estancia. Era mi abuelo en su juventud ataviado con sus vestimentas, qué raro se me hacía verle de esa forma autoritaria. No se percibía temor en sus ojos, tan lejos de su delicado estado de salud en el que se encontraba. Bajo el óleo, se hallaban un trono lleno de roleos y flores doradas, en los que descansaban esos instrumentos que tanto anhelaba. Ya tenía lo que buscaba y quería seguir paseando por aquella ciudad de antaño que era mi casa, pero no podía, el oxígeno se acababa y debía volver a la superficie.

***
Calado hasta los huesos corrí hasta el hospital; llevaba el cetro, faldas de fibras vegetales, unas coronas y las demás figuritas al hombro. Todos me señalaban. Contrastaba bastante con sus raquetas de tenis de resistentes aleaciones, sus dispositivos electrónicos y sus veloces coches de pintura metalizada. Desconocía que en mi ausencia se hubiera puesto tan mal mi abuelo como para ser ingresado. Por fin llegué a la recepción del hospital y pregunté por mi abuelo. La recepcionista dubitativa me dijo que me sentara en la sala de espera y aguardara, que un médico saldría a mi encuentro.
Yo sabía que cuando esto sucedía, algo malo pasaba; es lo que tiene ser tan forofo de las series norteamericanas. Anticipas toda tu vida a como sucedería en un plató yankee.
La bata blanca, de aquel blanco, se iba aproximando más a mí. Me tocó el hombro y dijo las fatídicas palabras que ya todos sabéis y que me niego a repetir. Aún me hacen daño. Solo le pedí si podía verle y despedirme de él. No se negó en absoluto. Ni corto ni perezoso, me atavié con todos los aparatos que había traído de mi viaje e hice la
ofrenda a los antepasados, la que mi abuelo me había enseñado. Las sirenas anti-humos sonaron y las enfermeras no paraban de chillar “¡Detente!” Hice caso omiso. Era el adiós que mi abuelo hubiera querido tener.

Decían los antiguos que existía una isla sumergida con una sociedad avanzada y repleta de maravillas a la que llamaron Atlántida y que nadie ha podido encontrar. Yo sí lo hice, y me he convertido en su rey.

8° 31’ S

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