VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

110- Abegunde. Por El Ladrón Sigiloso

En Yoruba significa nacida en lunes aunque Abegunde nació, por azares de la vida, un domingo. Es por ello que ésta, la más generosa, amable y jubilosa criatura de cuantas criaturas haya engendrado sin pudor este monstruoso mundo, no da mucha importancia a los nombres ni a las fechas.

Abegunde creció en un hermoso y miserable trozo de tierra en el que los animales viven más tiempo que las personas. Aprendió de su padre a caminar siempre descalza y con la cabeza inclinada, como hacen los temerosos de Dios y los nobles de corazón. De las tortugas aprendió a no tumbarse nunca boca arriba, sobre todo cuando uno ya pasa de cierta edad y las elongaciones se resienten de pasadas contracturas o accidentes musculares. Al paso torvo y curvo y en verdad largo de los días de su vida, y al manifestarse la naturalidad y el vigor de sus formas en todo su esplendor, las abejas se suicidaban por amor al sentir el aroma de sus cabellos incitantes y sonrientes como la miel. A los dieciocho años, Abegunde representaba el profundo e inalcanzable arcano de la belleza hecha carne y hueso. Sus muslos de ébano estaban siempre cálidos y húmedos.

Fallecido su padre, recogió los bártulos y abandonó la vacada. El páramo que ella tanto quería no saciaba sus expectativas. Le parecía aburrido y a veces culpaba la tierra por ser de aquella manera –pasiva e indulgente-, como si aquel espacio desértico tuviera alguna culpa de ser así. Muy pronto comprendió que era posible hacer algo al respecto, y con la ayuda de Dios, partió en busca de la posibilidad. Abegunde caminó por el ardiente polvo de la tierra yerma hasta llegar al mar. Se zambulló en él, y sosteniendo la respiración, nadó durante meses hasta llegar a una tierra ruidosa y agitada en la que los hombres se pelean por un trozo de papel. Abegunde descubrió el dinero y no le pareció gran cosa.

Abegunde lee la Biblia sin saber leer, toca el tambor sin saber tocar, y nada sin saber nadar, tal es la peculiaridad y el enigma de su genio. En su cultura no existe la idea de saber hacer algo o por lo menos no son tan estrictos en su forma de enjuiciar y valorar aptitudes. Las realidades, por otra parte, existen tal como se manifiestan, y nadie se preocupa por todo lo demás. Si algo ha ocurrido es porqué así lo ha querido Dios. No hay más que hablar. Allí de donde viene Abegunde, nunca se debe dejar de hacer algo inmediatamente. Es muy difícil corregir, o aconsejar, porque no hay formas preferibles a otras. Cada una de ellas tiene su momento y hay que respetar su aparición, amén de sus ritmos internos de crecimiento, ocaso y  muerte. Es impensable, asimismo, que alguien exija disculpas, además de una rectificación pública, o que se pidan elecciones anticipadas.

Abegunde no comprende como los hombres blancos son capaces de dar tantas vueltas a los asuntos. La cuestión de los ángulos y las perspectivas la trae de cabeza, y sólo pasados los tres años empieza a acostumbrarse a que otras personas tengan ganas de hablar y de comentar la actualidad, un poco por encima y de pasada. Ignoraba completamente que se pudiesen decir tantas cosas, muchas de ellas sin fundamento alguno, y en conjunto con semejante impunidad. Ella deja hacer sin protestar, e incluso alguna vez, dadivosa como es desde su más tierna infancia, realiza preguntas fáciles de responder, deliberadamente, para que sus clientes se puedan lucir con todo tipo de explicaciones elaboradísimas sobre cómo son las cosas, en comparación con cómo eran antes, y directamente relacionado, todo ello, con lo que se espera de las cosas, en un futuro. Abegunde sonríe encantada –sabe que aquello ha complacido al cliente, garantizándose una buena propina- y se pone manos a la obra con lo que de verdad sabe hacer. Si algo tiene claro es que uno debe conocer sus limitaciones. 

Abegunde, prostituta y cristiana devota, compagina su trabajo en el burdel con un fervor religioso asentado en la caridad y el amor al prójimo. Insisto: tan entregada es el alma de esta cándida mujer que trabajó durante meses ignorando que a su actividad correspondía, por ley, una retribución económica. Una vez más, el fruto de la discordia y los malos entendidos. Finalmente aceptó el dinero de mala gana, únicamente para apaciguar los temores de su patrona a una inspección de trabajo, pero sabiendo interiormente que con aquellas transacciones comerciales se estaba interponiendo gravemente en la voluntad del Señor, que no convirtió la madre naturaleza en un casino por razones más que evidentes.

Abegunde está siempre dispuesta a asumir las consecuencias de sus actos, a diferencia de muchos hombres blancos que parecen tener la impresión de que todo acontecimiento es aislado y autónomo. Ahora ya se ha acostumbrado a comisiones, extras y bonificaciones por incentivos. Incluso hace cosas por dinero, sin darse cuenta, pero en su fuero interno sigue considerando que todo acto que no tenga como finalidad última el complacer a Dios, en toda su inmensidad, es reprensible y se debería evitar a toda costa, porqué trae mala fortuna y porqué aquello le persigue a uno de por vida.

Hemos mencionado que Abegunde no sabe leer, ni escribir, ni hablar sin someter sus oraciones a verdaderas aberraciones gramaticales. Confunde sonidos y en general no se la entiende demasiado bien cuando intenta expresarse. En general, se podría decir que destroza el castellano, por delante y por detrás, sin contemplaciones ni ambages o subterfugios. Aunque parezca mentira, ello no dificulta la comunicación con sus clientes y compañeras, siempre fluida gracias a su amplia sonrisa, la sencillez de sus modales y el brillo de sus ojos que derraman eterna gratitud. También ayuda su forma exagerada de gesticular.

Está afiliada al Partido Carlista, no por principios, sino por corresponder a la amabilidad del anciano que barre la mugre acumulada en los lavabos del prostíbulo, el bueno de Salinas, al que aludiremos brevemente, para poner en contexto esta amistad de naturaleza sin igual. Abegunde acude a los mítines semanales de la congregación y agita la bandera del partido ovacionando los discursos de los demás miembros, a pesar de no entender nada de lo ahí se trama. Lo hace porque Salinas siempre la ha tratado muy bien, nunca le ha rogado que se pusiera de cuatro patas, y ha defendiendo siempre, hasta las últimas consecuencias, su honor, exigiendo que se respetasen sus derechos laborales hasta la última coma. Salinas también abraza la causa del anticolonialismo, lo cual supuestamente debería favorecerla para conseguir un estatus de exiliada política, o de luchadora por la libertad de su patria. Estas cuestiones le quedan bastante lejos a Abegunde, que prefiere delegar estas gestiones en personas de confianza y no meterse en problemas.

Salinas quiso ser soldado, pero ahora limpia los lavabos en un burdel. Quiso ser alto, pero ahora su cabeza apenas sobresale por el mostrador. Quiso no dejar crecer nunca un bigote tupido, pero ahora una apelmazada masa de pelos enredados cubre su labio superior. Tan sólo un propósito sobrevive éste perpetuo ciclo de frustración y desengaño; Salinas quiso y todavía quiere, porque puede, matar al Rey.

Si sus manos ajadas y su dignidad obrera no se estremecen al contactar con las deposiciones burguesas, mucho menos iban a temblar ante la oportunidad de hacer justicia a don Carlos María Isidro. Una embriagadora sensación de orgullo y pertenencia a la clase trabajadora se apodera de Salinas, cada vez que se encuentra en presencia de la Cruz de Borgoña. Salinas exige propinas (además de un retorno al Antiguo Régimen), erguido y arrogante, agitando un pequeño cesto repleto de monedas y mirando hacia otro lado, como si aquello no fuera con él. Suele acompañar la petición de limosna de una diatriba en favor del “socialismo, federalismo y autogestión” los tres pilares básicos para la configuración política del Estado según la ideología carlista, tal y cómo ha podido saber Abegunde, recientemente. El lento y fatigoso devenir de las horas tras el mostrador le permite dedicar al ocio la mayor parte de su jornada laboral. Es entonces cuando Salinas clava su mirada en revistas eróticas de la posguerra mientras sorbe con estruendo su petaca de güisqui y planea con sumo detalle –no puede haber un solo fallo en la concepción ni en la ejecución del asalto- el atentado que deberá poner fin a la lacra de este país, que no es otra, como todo el mundo sabe, que la Monarquía borbónica.

Salinas se ha mantenido casto durante toda la vida, no por falta de ganas de consumar y consumir, sino por una alarmante carencia de decisión e iniciativa. Se confiaba pensando en que todo aquél mundo de encajes, ligas y sujetadores ya llegaría, pero los años fueron pasando, y por su parte nunca vio nada más que unas piernas descubiertas, concretamente las de la famosa actriz y amante del Duque de Híjar, Carmen Sánchez, en una representación de Los intereses creados, desde la última fila de platea, por allá en los años veinte. Con el tiempo, Salinas ha diseñado un discurso legitimador del decoro y la continencia, para justificar ante los demás una conducta tan estrambótica como chocante, pero la realidad es que Salinas nunca ha sabido gustar a mujeres ni a hombres. Cualquier cosa le servía, en realidad, al ser una persona, desde siempre, fácil de complacer y poco dada a las exigencias. Pero no conseguía gustar a nadie. Él lo atribuía a cuestiones socio-económicas, como no, y a prejuicios de clase, pero lo cierto es que su aspecto desaliñado y sucio, sus dientes amarillos, su aliento pútrido y etílico, y en definitiva, su absoluto desinterés por cuestiones apolíticas no ayudaban a hacer de él un objeto de deseo particularmente vistoso para el público en general. Hoy en día le gusta pellizcar a las mujeres en el trasero cuando entran en el baño, como se hacía en los viejos tiempos, pero el flirteo no suele ir más allá de una bofetada de reprimenda. Siente, eso sí, especial predilección por la patrona y sus abultados senos. A pesar de sus discrepancias políticas y de las continuas disputas, insultos y vejaciones a las que se someten diariamente – la patrona defiende, como es natural, los derechos del empresario y la abolición de los sindicatos- en el pequeño y endurecido corazón de Salinas empieza a florecer, muy lentamente, un extraño sentimiento hasta ahora desconocido, semejante a una tibia galantería, fruto de su carácter siempre soñador e inquieto.

Los muslos de Abegunde, extraños a los siempre enmarañados avatares de la política, ya no relucen como solían. La hierba no crece a su paso. Su piel agrietada y flácida se derrama sobre sí misma como una catarata. Abegunde echa de menos los berridos de los tocinos, más sensatos que toda la necedad del hombre blanco, empeñado en quejarse, protestar y organizar reuniones y mociones de censura para cambiar las cosas. Cuando los hombres blancos insisten en la idea de reunirse para elaborar una estrategia de acción, Abegunde se ríe y se retira a sus aposentos para pintarse las uñas. Piensa participar en el atentado que prepara Salinas, pero únicamente por lealtad, y porque se comprometió en un momento en que se encontraba desprevenida, y antes de pensárselo dos veces, ya había dicho que sí. Habrá que matar al Rey, piensa Abegunde, si eso es lo que cuesta mantener la palabra.

A pesar de su decadencia física, un único tormento agita su carácter apacible y sosegado, y no se trata, ni mucho menos, del hecho que sus pechos hayan perdido soporte. El estertor de su madre al desangrarse, con los ojos en blanco, abierta de piernas, las sábanas teñidas de rojo. Así nació Abegunde, domingo (un amanecer antes de lo previsto), el día en que Nuestro Señor estaba descansando.

VN:R_N [1.9.22_1171]
Rating: 6.6/10 (5 votes cast)
Salir de la versión móvil