¿Escuchas al viento? – Preguntó Marcos— en ese momento, encendía su vieja pipa. Marcos estaba sentado sobre el follaje cercano a una gran ceiba. Y a su lado, un hombre viejo. Era Antonio.
El árbol les daba cobijo a ambos. En tanto, la enramada abrigaba una multitud de aves que trinaban. Y de repente callaron. Como si lo hubiese presentido el hombre de la pipa, un viento sopló. Los árboles, a pesar de ser enormes, se agitaron. El silencio se hizo presente cuando las avecillas callaron. Se escuchaba el rumor del viento, cuando las ramas chocaban unas contra otras. Después la noche cayó en la selva, las estrellas cintilaban con fuerza.
Al viejo Antonio no le gustaba hablar sin antes meditar lo que tenía que decir, así que estaba callado, luego se incorporó y buscó unas pequeñas varas. Era necesario encender la fogata, en medio de la selva y entrada la noche el frió siempre calaba hasta los huesos.
Más tarde; los dos hombres se sentaron, uno enfrente del otro, el fuego de la hoguera iluminaba sus rostros, y aunque un poco siniestro, les daba la oportunidad de intimar sobre asuntos que pudieran ocurrir en ese momento. Un viento fuerte agitó las flamas de la fogata avivando el fuego. Fue cuando el viejo Antonio comenzó a hablar.
— Soy quien no tiene vida, pero tiene la fuerza — dijo Antonio, con voz grave y gutural. Marcos escuchó asombrado, se quedó inmóvil y esperó, su pipa exhalaba el humo blanco en pequeñas volutas.
El viejo Antonio apremió y Marcos oyó, de nuevo, la voz ligera de su amigo.
—Hace mucho tiempo, del hombre, y ahora, surge su voz conmovedora del porqué de la vida y su misterio, una interrogante que no hemos descifrado y la muerte, insondable también. Cuando miramos al cielo, en nuestra memoria queda la luminosidad del sol, su presencia se pierde al caer la noche y sabemos que regresará al día siguiente, el universo en continua expansión en tiempo indefinido, y así un día, colapsará en su propia grandiosidad. Somos el hombre y la mujer, indígenas en la propia soledad de cada uno, como todos en este planeta, caminamos con pensamientos y sentimientos propios, a veces acallamos nuestros miedos y culpas. Y aquí, en el andar de nuestro paso por esta tierra hemos concebido al tiempo y lo racionalizamos a nuestro entender; y así nos movemos. Mira a tu alrededor, esta tierra nuestra, aunque este oscura, podemos valorar la natural riqueza del mundo. El verde es sustancia primigenia que da vida a lo inamovible. Los desiertos compaginan la certeza de lo opuesto, en ellos se glorifica las arenas y un submundo privado de lo verde, pero necesario. El mar y su ingente marea, atrapa la versatilidad que dio origen a lo que somos, las especies que vivimos hoy en cada rincón de este planeta. Aun cuando no veas, una simple gota de agua trae los corpúsculos de vida. Esta selva posee belleza en sus mamíferos y aves, insectos y plantas y por supuesto, la de nosotros mismos. El viento lleva la esencia del mundo vivo sorteando las fronteras de la naturaleza. Movimiento acompasado de la fuerza de un planeta eternamente girando. Un universo pequeñito que lleva el aliento a los hombres y bestias, la respiración vital a todo aquello que vive, lo que has exhalado, otros lo respiraran. Se siente en nuestra piel, lo inhalamos y se agita en nuestra sangre dándonos vida. Su presencia es tan vasta en el tiempo que se vuelve inmemorial— dijo casi secretamente el viejo Antonio.
— ¡Así que escucha al viento! Oirás, donde quiera que estés, su suave murmullo o su fuerte rugido, levanta brisas y tempestades, toca a los hombres o hace que se resguarden. Lleva vida y sombra a la vera de nuestro camino. Junto con su amada compañera; el agua, el viento en perpetuo movimiento ha construido lo mismo arena del desierto, que el cañón que se encuentra al sur. Es arquitecto y destructor al mismo tiempo, edifica y renueva a cada tiempo, el paisaje se vuelve viejo renaciendo. Lo hemos nombrado como un dios agitado y rebelde, es Ehécatl y Hurakán en nuestras tierras, o más allá de los mares, han elegido llamarlo Ayayema o Eolo, pero es el mismo viento cruzando las fronteras; aliento y borrasca— terminó
Calló el viejo Antonio, la pipa de Marcos se apagó. En silencio, ambos hombres siguieron escuchando al viento, el manto de la noche los cubrió y cobijó su sueño. Cuando despuntó el alba, caminarían los pasos siguientes, y su voz, la de cada uno, hablaría de lo que naciese, en su camino por la selva Lacandona.