VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

127- Como una muñeca de trapo. Por Papá Noel

Julia llegó detrás de la furgoneta de los bomberos al edificio Coral Palace.  Desdeñó el ascensor y   subió las tres escaleras saltando dos peldaños en cada  tranco. En segundos se encontró frente a la puerta del apartamento 3-A, donde habitaba Virginia desde que se había independizado dos mese antes.  Eran las cuatro de la madrugada.

Mucho le había costado convencer a los bomberos.

-No tengo dudas, es un caso de suicidio-  Dijo al funcionario de guardia, cuando se  apersonó en la estación, situada a pocas cuadras de su casa.     

Tenía motivos para pensar lo peor; últimamente su hija exhibía comportamientos  contradictorios: Manifestaba expresiones de gran  alegría que terminaban en llanto sin motivo aparente .Pero lo que más la abrumaba eran sus explosiones de ira ante cualquier  contrariedad y aquellas miradas oblicuas que  dirigía a su madre  cuando ésta  pretendía  convencerla  de que visitara a un especialista.  Siempre  daba la misma respuesta:

 -¡La del problema eres tú!- 

Esa madrugada Julia  desperto´ súbitamente con el repique del teléfono, era  Virginia.     

– Estoy mal, necesito que me salves-  le dijo  antes de cortar la comunicación abruptamente.  Con manos temblorosas Julia marcó el número de su hija, pero ésta nunca contestó 

Los bomberos abrieron la puerta  con relativa facilidad.  Recostada  del marco, Julia veía  como su única hija yacía en un sofá con la cabeza  ladeada, al borde del asiento.     En el suelo observó  tres cajitas de cartón y varios empaques vacíos de plástico transparente que  un  bombero recogió y guardó en el bolsillo de su camisa.  Mientras un funcionario tomaba nota, los otros dos   acomodaron a la joven de veintiséis años en una camilla; con prisa la llevaron hasta la ambulancia y arrancaron en dirección  al hospital. Detrás de la  furgoneta Julia  conducía el auto como un robot, no lloraba, no pensaba, sólo percibía  aquella enorme presión en el pecho y un inmenso calor que le brotaba desde lo más hondo, mientras que un sudor frío  manaba de sus axilas  y le  corría  hasta las caderas.  El volante se le escurría   de  las húmedas manos. Percibió un olor a rancio al tiempo que  los latidos del corazón retumbaban  en sus oídos. Sintió urgentes deseos de orinar.  Al descender del auto, frente al hospital, no prestó atención a sus pijamas  empapadas. 

Una butaca marrón de material plástico que estaba en el pasillo de la sala de cuidados intensivos sirvió de refugio a la tensión de Julia; allí se  desplomó, aflojó los músculos y tomó una bocanada de aire.   Acurrucada   se  permitió llorar,  mientras intentaba pensar  en algo coherente,  poner orden en el caos de pensamientos que discurrían aceleradamente por su mente.  Una imagen se enlentenció de improviso en su memoria: la diminuta esfera de papel color rosa  que, un año antes, encontró en el estante de Virginia  mientras sacudía el polvo de los libros. Recordó  que había tomado la pequeña bolita entre los dedos  advirtiendo que se trataba de un papel minuciosamente enrollado, y aunque sintió curiosidad, no se atrevió a desplegarlo; Virginia se enfurecía cuando alguien hurgaba  sus cosas, las cuales mantenía en  impecable orden.

A la semana siguiente, mientras  sacudía el polvo de los libros,  notó que allí, en el mismo lugar del tercer tramo del estante, permanecía  solitaria y muda la respetada  bolita de  color rosado Esta vez la agarró automáticamente,  sin pensar deshizo  los dobleces y estiró la angosta y corta laminilla de papel.  Escrito  con cuidadosa caligrafía y en letras diminutas, decía:   “Por más que me busques nunca me encontrarás”. Temerosa de disgustar a Virginia trató infructuosamente de seguir la marca de los dobleces del papel para darle la forma esférica original. Colocó la malograda esferita en el mismo lugar y esperó el regreso de su hija, dispuesta a escuchar la sarta de reproches que seguramente lloverían sobre su humanidad.  Cuando escuchó el ruido de la puerta se refugió en su habitación aparentando leer un libro, mientras enfocaba la atención en el  recorrido que hacía su hija por la casa. La sintió entrar en la cocina, tal vez a comer  algo,  luego al estudio, donde estuvo un largo rato;  antes de retirarse a dormir pasó por la habitación de su madre y le dio las buenas noches.   

–  Que duermas bien-  Contestó Julia extrañada. 

 Al día siguiente Virginia  tuvo un comportamiento amable y apenas  se marchó a la Universidad,  Julia corrió hasta el estante y tal como había imaginado, la bolita ya no estaba.  “El mensaje llegó  a su destinatario, era para mí, seguramente se dio cuenta de que leí  la nota” ,  pensó. Ahora, sentada en una butaca en el pasillo de un hospital, volvió a sentir el mismo escalofrío de antes.  Es que para Julia, los frecuentes y fallidos intentos de acercarse a su hija eran respondidos siempre con desprecio y hasta con crueldad.  Como pasó el día en que  le pidió que la ayudara a levantarse cuando resbaló en la cocina  y la respuesta fue: 

 “No  dispongo de tiempo,  debo estudiar”      

Por eso no le extrañaba que la nota estuviera destinada a ella. 

El leve chirrido de la camilla sacó a Julia de sus  cavilaciones.  Grande fue su sorpresa al ver  la camisa  de fuerza que inmovilizaban torso y brazos de su  hija.  La enfermera contó que no hubo alternativa, que Virginia rechazaba los auxilios y que   pretendió huir del hospital.

No podía dar crédito a lo que estaba viviendo. 

-Es una pesadilla, una mala jugada de la fatalidad. Un desconocimiento de  mis esfuerzos a mi rol de padre y madre,  un menosprecio al apoyo  incondicional que le brindé…  Y si bien es cierto que ella se destacó  siempre por su  brillante inteligencia; nadie podrá negar que sin mi colaboración no  hubiera obtenido con honores la licenciatura en Química.  Parte de ese título  me lo debe a mí –  dijo Julia para sus adentros. 

 En  la pequeña habitación que  le pareció inmensa como su  desamparo, contuvo el llanto y  de pie al lado de la cama, mientras acariciaba el cabello de Virginia,  con voz muy baja comenzó a entonar la  canción de cuna con que solía arrullarla cuando era niña. 

Virginia escuchaba con los ojos cerrados, por su memoria viajaban los recuerdos, lentos, apretujados, transportándola  a una época en la que nada sabía y todo lo preguntaba:     

-Mama ¿Por qué dices que el gato tiene hambre?-

-Las madres lo sabemos todo-   

-Mama  ¿Por qué anuncias que va llover y de verdad llueve?-

-Las madres lo sabemos todo- 

 ¿Por qué, cuando repicó el teléfono dijiste: “atiende, es tu papá?  ¿Cómo  adivinaste?

-Es que las madres lo sabemos todo- 

Respondía  cada vez. 

 Julia luchó siempre contra la indiferencia de su ex marido, le dolía el olvido en que mantenía a la niña y solía  llamarlo para recordarle:

“Comunícate con  tu hija, hace una semana que no te ve ni te escucha.”

Inmediatamente el padre llamaba  y la niña saltaba de alegría.

Murió cuando  ella contaba diecisiete años.  Durante la enfermedad, Virginia  le visitó diariamente en el hospital, era  quien le aseaba, le daba la comida y hasta se llevaba su ropa para lavarla en casa.  

El doctor entró al cuarto, se acercó a la cama, aceleró el goteo  del suero y desató la camisa que mantenía inmovilizado el cuerpo de Virginia.  Después de examinarla,  dijo que al día siguiente podría marcharse para continuar el tratamiento en casa, recomendando además la consulta de un psiquiatra.  Se despidió con una  amable sonrisa. 

Julia sentía  la urgencia  del contacto, de salvar la zanja,  ya  convertida en abismo que se había abierto entre las dos. No soportaba el denso silencio.  Clamó ante el Dios que había olvidado, pidió clemencia, pero sobre todo mendigó una dosis de valor para enfrentar la hostil mirada de su hija.    

-Hija, te amo más que a mi propia vida, mi deseo es ayudarte. Estoy dispuesta a escuchar y comprenderlo todo.  Cuentas conmigo, tú lo sabes…

¿Qué te impulso a tomar tan fatal decisión?-     

Después de un prolongado silencio Virginia respondió:

-Fui abusada por mi papá en repetidas ocasiones- 

Esta confesión sobrepasó la capacidad de tolerancia de julia y levantando la voz le espetó: 

-¿Por qué nunca me lo contaste?

 -Porque tú lo sabías. Porque las madres lo saben todo. Odiaba cuando te escuchaba decir jactanciosamente que sabías las cosas que yo ignoraba y que no podía explicarme, respondió con una sonrisa que a Julia le pareció sardónica.  

– Pero si eras casi un bebé,  se trataba de un juego que nos divertía a las dos.  ¿Quiere decir que sufriste abusos de tu padre y soy yo quien tiene que soportar tu odio?-contestó agarrándose del borde de la cama para mantener el equilibrio. 

Virginia  no dijo nada  

Julia conocía esos silencios que en  ocasiones pretéritas se habían prolongado hasta dos meses  produciéndole el efecto de una tortura. Sabía que Virginia mentía para  causarle dolor. Salió del cuarto y recostándose de una columna revivió algunos sucesos del pasado que había lanzado al desván de su memoria; como la vez que viniendo del colegio su niña, de apenas ocho años,  le contó que se había reñido con una compañera y que para responder a sus insultos le deseó que su hermano recién nacido  muriera.  Ni que decir de cuando encontró la figura de arcilla que había traído del Perú,  pintada con esmalte de uñas rojo y nunca quiso confesar por qué lo había hecho.  Peor aún: no aceptó que  ella era la autora. Cuando esto ocurrió Virginia contaba siete años, nadie más que ella y su madre vivían en el piso. Tampoco explicó cómo habían llegado las píldoras analgésicas para la jaqueca que tomaba Julia y que había buscado exhaustivamente, hasta la casita de la “barbie”.  Por toda respuesta Virginia dijo: 

-No lo sé-

 Temprano en la mañana salieron del hospital directo a la casa de su madre, adonde la convaleciente  fue  atendida hasta su recuperación.  Julia quiso reiniciar la conversación sobre los supuestos abusos del padre pero Virginia le dijo 

-No quiero hablar de eso- 

¿Por qué se  regodea  causándome dolor? ¿A quien he criado?  ¿A una hija que me odia?   Se preguntaba Julia  con angustia, mientras preparaba el batido de frutas favorito de Virginia. Comenzó a invadirla un sentimiento de dolor y de tristeza que se transformó en impotencia, en rabia sorda.    Se percató de que ya no deseaba diálogos, mucho menos abrazos ni caricias y  juró que no haría un solo intento más para “tender puentes” entre su hija y ella.  Era la más desgarradora e involuntaria renuncia que  presentaba ante  la vida. 

Al despedirse, antes de regresar a  casa, Virginia  agradeció a su madre y extendió   los brazos hacia  ella.  Como el náufrago que se aferra a una débil rama,  Julia   la estrechó contra su pecho.  

–  No me siente, me lo dice su cuerpo laxo como el de una muñeca de trapo; esto no es un verdadero abrazo…  Yo tampoco la siento a ella –     Pensó Julia con resignación.

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