Julia llegó detrás de la furgoneta de los bomberos al edificio Coral Palace. Desdeñó el ascensor y subió las tres escaleras saltando dos peldaños en cada tranco. En segundos se encontró frente a la puerta del apartamento 3-A, donde habitaba Virginia desde que se había independizado dos mese antes. Eran las cuatro de la madrugada.
Mucho le había costado convencer a los bomberos.
-No tengo dudas, es un caso de suicidio- Dijo al funcionario de guardia, cuando se apersonó en la estación, situada a pocas cuadras de su casa.
Tenía motivos para pensar lo peor; últimamente su hija exhibía comportamientos contradictorios: Manifestaba expresiones de gran alegría que terminaban en llanto sin motivo aparente .Pero lo que más la abrumaba eran sus explosiones de ira ante cualquier contrariedad y aquellas miradas oblicuas que dirigía a su madre cuando ésta pretendía convencerla de que visitara a un especialista. Siempre daba la misma respuesta:
-¡La del problema eres tú!-
Esa madrugada Julia desperto´ súbitamente con el repique del teléfono, era Virginia.
– Estoy mal, necesito que me salves- le dijo antes de cortar la comunicación abruptamente. Con manos temblorosas Julia marcó el número de su hija, pero ésta nunca contestó
Los bomberos abrieron la puerta con relativa facilidad. Recostada del marco, Julia veía como su única hija yacía en un sofá con la cabeza ladeada, al borde del asiento. En el suelo observó tres cajitas de cartón y varios empaques vacíos de plástico transparente que un bombero recogió y guardó en el bolsillo de su camisa. Mientras un funcionario tomaba nota, los otros dos acomodaron a la joven de veintiséis años en una camilla; con prisa la llevaron hasta la ambulancia y arrancaron en dirección al hospital. Detrás de la furgoneta Julia conducía el auto como un robot, no lloraba, no pensaba, sólo percibía aquella enorme presión en el pecho y un inmenso calor que le brotaba desde lo más hondo, mientras que un sudor frío manaba de sus axilas y le corría hasta las caderas. El volante se le escurría de las húmedas manos. Percibió un olor a rancio al tiempo que los latidos del corazón retumbaban en sus oídos. Sintió urgentes deseos de orinar. Al descender del auto, frente al hospital, no prestó atención a sus pijamas empapadas.
Una butaca marrón de material plástico que estaba en el pasillo de la sala de cuidados intensivos sirvió de refugio a la tensión de Julia; allí se desplomó, aflojó los músculos y tomó una bocanada de aire. Acurrucada se permitió llorar, mientras intentaba pensar en algo coherente, poner orden en el caos de pensamientos que discurrían aceleradamente por su mente. Una imagen se enlentenció de improviso en su memoria: la diminuta esfera de papel color rosa que, un año antes, encontró en el estante de Virginia mientras sacudía el polvo de los libros. Recordó que había tomado la pequeña bolita entre los dedos advirtiendo que se trataba de un papel minuciosamente enrollado, y aunque sintió curiosidad, no se atrevió a desplegarlo; Virginia se enfurecía cuando alguien hurgaba sus cosas, las cuales mantenía en impecable orden.
A la semana siguiente, mientras sacudía el polvo de los libros, notó que allí, en el mismo lugar del tercer tramo del estante, permanecía solitaria y muda la respetada bolita de color rosado Esta vez la agarró automáticamente, sin pensar deshizo los dobleces y estiró la angosta y corta laminilla de papel. Escrito con cuidadosa caligrafía y en letras diminutas, decía: “Por más que me busques nunca me encontrarás”. Temerosa de disgustar a Virginia trató infructuosamente de seguir la marca de los dobleces del papel para darle la forma esférica original. Colocó la malograda esferita en el mismo lugar y esperó el regreso de su hija, dispuesta a escuchar la sarta de reproches que seguramente lloverían sobre su humanidad. Cuando escuchó el ruido de la puerta se refugió en su habitación aparentando leer un libro, mientras enfocaba la atención en el recorrido que hacía su hija por la casa. La sintió entrar en la cocina, tal vez a comer algo, luego al estudio, donde estuvo un largo rato; antes de retirarse a dormir pasó por la habitación de su madre y le dio las buenas noches.
– Que duermas bien- Contestó Julia extrañada.
Al día siguiente Virginia tuvo un comportamiento amable y apenas se marchó a la Universidad, Julia corrió hasta el estante y tal como había imaginado, la bolita ya no estaba. “El mensaje llegó a su destinatario, era para mí, seguramente se dio cuenta de que leí la nota” , pensó. Ahora, sentada en una butaca en el pasillo de un hospital, volvió a sentir el mismo escalofrío de antes. Es que para Julia, los frecuentes y fallidos intentos de acercarse a su hija eran respondidos siempre con desprecio y hasta con crueldad. Como pasó el día en que le pidió que la ayudara a levantarse cuando resbaló en la cocina y la respuesta fue:
“No dispongo de tiempo, debo estudiar”
Por eso no le extrañaba que la nota estuviera destinada a ella.
El leve chirrido de la camilla sacó a Julia de sus cavilaciones. Grande fue su sorpresa al ver la camisa de fuerza que inmovilizaban torso y brazos de su hija. La enfermera contó que no hubo alternativa, que Virginia rechazaba los auxilios y que pretendió huir del hospital.
No podía dar crédito a lo que estaba viviendo.
-Es una pesadilla, una mala jugada de la fatalidad. Un desconocimiento de mis esfuerzos a mi rol de padre y madre, un menosprecio al apoyo incondicional que le brindé… Y si bien es cierto que ella se destacó siempre por su brillante inteligencia; nadie podrá negar que sin mi colaboración no hubiera obtenido con honores la licenciatura en Química. Parte de ese título me lo debe a mí – dijo Julia para sus adentros.
En la pequeña habitación que le pareció inmensa como su desamparo, contuvo el llanto y de pie al lado de la cama, mientras acariciaba el cabello de Virginia, con voz muy baja comenzó a entonar la canción de cuna con que solía arrullarla cuando era niña.
Virginia escuchaba con los ojos cerrados, por su memoria viajaban los recuerdos, lentos, apretujados, transportándola a una época en la que nada sabía y todo lo preguntaba:
-Mama ¿Por qué dices que el gato tiene hambre?-
-Las madres lo sabemos todo-
-Mama ¿Por qué anuncias que va llover y de verdad llueve?-
-Las madres lo sabemos todo-
¿Por qué, cuando repicó el teléfono dijiste: “atiende, es tu papá? ¿Cómo adivinaste?
-Es que las madres lo sabemos todo-
Respondía cada vez.
Julia luchó siempre contra la indiferencia de su ex marido, le dolía el olvido en que mantenía a la niña y solía llamarlo para recordarle:
“Comunícate con tu hija, hace una semana que no te ve ni te escucha.”
Inmediatamente el padre llamaba y la niña saltaba de alegría.
Murió cuando ella contaba diecisiete años. Durante la enfermedad, Virginia le visitó diariamente en el hospital, era quien le aseaba, le daba la comida y hasta se llevaba su ropa para lavarla en casa.
El doctor entró al cuarto, se acercó a la cama, aceleró el goteo del suero y desató la camisa que mantenía inmovilizado el cuerpo de Virginia. Después de examinarla, dijo que al día siguiente podría marcharse para continuar el tratamiento en casa, recomendando además la consulta de un psiquiatra. Se despidió con una amable sonrisa.
Julia sentía la urgencia del contacto, de salvar la zanja, ya convertida en abismo que se había abierto entre las dos. No soportaba el denso silencio. Clamó ante el Dios que había olvidado, pidió clemencia, pero sobre todo mendigó una dosis de valor para enfrentar la hostil mirada de su hija.
-Hija, te amo más que a mi propia vida, mi deseo es ayudarte. Estoy dispuesta a escuchar y comprenderlo todo. Cuentas conmigo, tú lo sabes…
¿Qué te impulso a tomar tan fatal decisión?-
Después de un prolongado silencio Virginia respondió:
-Fui abusada por mi papá en repetidas ocasiones-
Esta confesión sobrepasó la capacidad de tolerancia de julia y levantando la voz le espetó:
-¿Por qué nunca me lo contaste?
-Porque tú lo sabías. Porque las madres lo saben todo. Odiaba cuando te escuchaba decir jactanciosamente que sabías las cosas que yo ignoraba y que no podía explicarme, respondió con una sonrisa que a Julia le pareció sardónica.
– Pero si eras casi un bebé, se trataba de un juego que nos divertía a las dos. ¿Quiere decir que sufriste abusos de tu padre y soy yo quien tiene que soportar tu odio?-contestó agarrándose del borde de la cama para mantener el equilibrio.
Virginia no dijo nada
Julia conocía esos silencios que en ocasiones pretéritas se habían prolongado hasta dos meses produciéndole el efecto de una tortura. Sabía que Virginia mentía para causarle dolor. Salió del cuarto y recostándose de una columna revivió algunos sucesos del pasado que había lanzado al desván de su memoria; como la vez que viniendo del colegio su niña, de apenas ocho años, le contó que se había reñido con una compañera y que para responder a sus insultos le deseó que su hermano recién nacido muriera. Ni que decir de cuando encontró la figura de arcilla que había traído del Perú, pintada con esmalte de uñas rojo y nunca quiso confesar por qué lo había hecho. Peor aún: no aceptó que ella era la autora. Cuando esto ocurrió Virginia contaba siete años, nadie más que ella y su madre vivían en el piso. Tampoco explicó cómo habían llegado las píldoras analgésicas para la jaqueca que tomaba Julia y que había buscado exhaustivamente, hasta la casita de la “barbie”. Por toda respuesta Virginia dijo:
-No lo sé-
Temprano en la mañana salieron del hospital directo a la casa de su madre, adonde la convaleciente fue atendida hasta su recuperación. Julia quiso reiniciar la conversación sobre los supuestos abusos del padre pero Virginia le dijo
-No quiero hablar de eso-
¿Por qué se regodea causándome dolor? ¿A quien he criado? ¿A una hija que me odia? Se preguntaba Julia con angustia, mientras preparaba el batido de frutas favorito de Virginia. Comenzó a invadirla un sentimiento de dolor y de tristeza que se transformó en impotencia, en rabia sorda. Se percató de que ya no deseaba diálogos, mucho menos abrazos ni caricias y juró que no haría un solo intento más para “tender puentes” entre su hija y ella. Era la más desgarradora e involuntaria renuncia que presentaba ante la vida.
Al despedirse, antes de regresar a casa, Virginia agradeció a su madre y extendió los brazos hacia ella. Como el náufrago que se aferra a una débil rama, Julia la estrechó contra su pecho.
– No me siente, me lo dice su cuerpo laxo como el de una muñeca de trapo; esto no es un verdadero abrazo… Yo tampoco la siento a ella – Pensó Julia con resignación.