Después de hablar me sentí hambriento. Era inimaginable la gran cantidad de palabras que habían salido de mis labios, no podía calcularlas. Sentía que había estado hablando durante horas, quizás días o incluso semanas. La conversación, sí se le podía llamar de esa manera, empezó en un tono apagado para ir subiendo, poco a poco, hacia arriba, hasta que alcanzó el clímax y se tornó decadente, triste, monótona. Como en una montaña rusa. Empiezas despacio, con miedo, vas subiendo muy lentamente por las estrechas vías al mismo tiempo que tu corazón va acelerando el pulso y la adrenalina comienza a condensarse, sigues subiendo cada vez más deprisa hasta que alcanzas un punto de inflexión en el cual tu corazón enmudece, la adrenalina se dispara anegando todos tus sentidos y caes, todo se desborda y, finalmente, se apaga. Así fue mi conversación. No recuerdo ni siquiera de que hablamos, tal vez, del tiempo o de su familia o del gobierno. No importa, ahora solamente me siento hambriento y me he cansado de hablar con esta pared.