El cielo está gris, hace calor y el aire huele como a tormenta. Se siente la opresión del aire, ese ambiente cargado, esa sensación de que un rayo va a caer sobre la propia cabeza, se nota la maravilla de la fuerza de la Naturaleza gestándose en el viento y se ven los nubarrones que ocultan, gradualmente, el Sol.
Empieza a tronar y el viento ha empezado a correr. Estoy en la calle y el bochorno me agobia, hace demasiado calor. Solo espero que empiece a llover pronto. La misma tierra emana calor, lo irradia, y me está haciendo casi pasarlo mal. La presión hace que mi respirar sea pesado.
La tierra está agrietada y quema, la siento retumbar con los truenos debajo de mi cuerpo tumbado. Sólo he salido por la lluvia y aquí no cae nada. Me empiezo a impacientar.
De lejos trae el viento el olor a tierra mojada. Cerca de mí juegan al balón unos niños mientras sus abuelas mantienen una animada cháchara en el banco. Su cloqueo constante rompe mi maravillada contemplación de la Naturaleza peor que mil martillos apisonadores, así que decido marcharme de allí. Pero su conversación sube de tono, es terrible, y por más que lo intento no logro alejarme de ella. Los truenos no logran ni siquiera competir con sus voces. Me rindo, y espero con resignación a que el esperado chaparrón las eche del parque.
Sin embargo, su charla no conoce fin. Sus oídos parecen atacados por una suerte de sordera que los gritos de los nietos y los truenos no hacen más que agravar. Sus gritos se me están metiendo en la cabeza, me están desquiciando. La tormenta sigue sin llegar.
Para mayor desgracia, a ellas se unen otras dos señoras. Comienzan a saludarse desde la distancia. Ahora sus voces son verdaderamente temibles, dignas de las profundidades de un abismo, más chirriantes según se van acercando más y más.
Creo que me vuelvo loco. Ya no oigo nada más que una continua y desordenada sucesión de sonidos nasales y guturales, risas cascadas y toses.
Ya estoy harto. Así no se puede disfrutar de una tormenta en condiciones. Voy a pedirles que se callen o se marchen. Me encamino hacia ellas, lenta pero decididamente, y no pienso echarme atrás si deciden enfrentarse a mí.
Cae una gota. Por fin empieza a llover. Caen dos. Caen más. En pocos segundos, cae una chaparrada. De repente, veo que las ancianas se levantan del banco como un resorte y llaman a los nietos chillando para llevárselos a casa. Me detengo a mitad de camino y pienso, satisfecho, que ya no tengo que discutir con nadie.
Pero la cosa resulta ser peor. Los niños llegan corriendo. Vienen hacia mí. No me están viendo. Vienen gritando y cubriéndose la cabeza ante el bombardeo de lluvia constante sobre su cabeza. No se detienen. Estoy entre ellos y sus abuelas.
Un paso más cerca.
Quisiera gritar, pero no puedo.
Están a punto de alcanzarme.
Intento huir, pero son infinitamente más rápidos que yo.
No han reparado en mí.
…
Se oye un chasquido y un niño levanta el pie del suelo con un agudo chillido de asco.
Triste, triste la vida (y más triste la muerte) de un caracol.