VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

138- La mujer que tiraba los libros por la noche. Por Duermevela

Los de su marido.

Tiraba los libros de su marido.

Eso hacía cada noche. De forma inexorable.

Como si aquel hecho fuera parte de una misión sagrada; un ritual.

Algo parecido a una cruzada.

Cada noche, cuando su marido dormía profundamente, ella se levantaba con la mayor cautela y a oscuras se acercaba a la biblioteca donde su marido acumulaba en un completo desorden miles de libros.

Escogía uno, al azar, y sin hacer el menor ruido salía a la terraza. Allí aspiraba profundamente el aire fresco de la noche.

Exceptuando la terraza aquel piso de cincuenta metros no contaba con muchos lujos ni, evidentemente, con mucho espacio. Aunque para ellos dos era suficiente, siempre que su marido no lo anegara de libros. Miles de libros.

La terraza daba a la parte trasera del edificio, a una calle poco transitada.

Ella miraba el título del libro y trataba de retenerlo en la memoria al menos durante aquella noche. Después lo arrojaba al vacío.

El libro quedaba suspendido en el aire una fracción de segundo, como si fuera a volar, sus páginas blancas se abrían como las alas de una paloma. Pero se cerraban sobre sí mismas y caía pesadamente hasta la calle.

Allí alguien lo encontraría, quizás, o se lo llevarían los barrenderos.

Esto que a simple vista podía parecer una manía sin más, no era tal; tenía un por qué. Tenía una explicación más o menos sensata. Al menos para ella. 

A su marido le habían prejubilado.

Esa cosa terrible que te aparta de tu trabajo en una edad fronteriza en la que eres demasiado joven para no hacer nada y en la que alguien ha decidido que eres demasiado mayor para seguir trabajando. 

El hombre, como tantos otros jubilados, no sabía qué hacer con tanto tiempo libre. Cada mañana salía de su casa y se recorría medo Madrid, visitando librerías de viejo y los lugares donde vendieran cualquier clase de libros usados.

Y cada día, a la hora de comer, regresaba a casa con un nuevo libro  bajo el brazo. Un nuevo libro viejo que dejaba amontonado en su biblioteca y que nunca ¡jamás! leía. 

Todos sus amigos y conocidos le tenían por un enconado lector, y quienes le vendían los libros pensaban de él que era un gran aficionado a la lectura.

No era así.

Él solo amaba a los libros como objetos. Era lo que había hecho durante toda su vida; cuidarlos, catalogarlos, prestarlos…Sin embargo apenas leía alguno. Prefería leer periódicos y revistas de actualidad. Nunca soporto las novelas, menos aún la poesía y los relatos le parecían infantiles.

Pero amaba los libros.

Ahora, con esa sensación de sentirse prematuramente inútil y con la ansiedad que le empujaba cada día un poco más, con otra una vuelta de tuerca, al abismo de la depresión, ni siquiera se molestaba en ordenarlos; los dejaba allí, de cualquier manera, abandonados sobre cualquier estante o en cualquier lugar. Ni siquiera se daba cuenta de que su mujer tiraba los libros en la misma medida que él los traía. 

Una noche, mientras ella estaba en la terraza lanzando al vacío uno más de aquellos libros, su marido murió. Murió en la cama. Sin un suspiro. Sin un ruido.

Ella no se dio ni cuenta y sin la más mínima inquietud volvió a acostarse a su lado.

Fue por la mañana, cuando ella le llamó para desayunar y él no se levantó al olor del café, cuando se percató de lo que había sucedido. 

Días después, cuanto todo había pasado y el entierro, los pésames y trámites obligatorios, no eran ya más que obstáculos solventados, llegó la soledad.

Y con la soledad la tristeza y la añoranza. Y el ser consciente de que enfrente solo le esperaba un futuro lleno de vacíos

Una mañana larga y gris y por algo más insano que simple curiosidad, contó los libros que atesoraba su difunto marido en aquella desordenada biblioteca: mil ochocientos veinticinco.

No eran tantos…mil ochocientos veinticinco.

Amontonados y en desorden parecían muchos más.

Calculando un libro diario sumaban exactamente…cinco años.

Cinco años de vida.

Eso es lo que había decidido vivir.

Cinco años.

Después se reuniría con su marido.

Así noche tras noche durante aquellos años ella salió invariablemente a la terraza con un libro en las manos y como si aquel acto fuera un ritual, una misión sagrada, lo arrojaba al vacío.

El libro abría sus páginas blancas como si fueran las alas de una paloma, y por unos momentos parecía que fuese a volar, pero no era así. Como siempre las páginas se cerraban sobre sí mismas y el libro caía sobre la acera con un ruido sordo que, en mitad de la noche, no conseguía despertar a nadie…

Mil ochocientos veinticinco.

Aquel era el último libro.

Miró el título para intentar recordarlo al menos durante aquella noche, o durante el resto de su vida.

Y es que, aquella noche, no soltó el libro de sus manos. Ni siquiera lo soltó cuando sus ojos se abrieron como si fueran las alas de una paloma, como si fuera a volar.

No lo soltó cuando su cuerpo cayó sobre la acera con un ruido sordo que, en mitad de la noche, no consiguió despertar a nadie.

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