147- El orden de los factores. Por Quena
- 14 julio, 2011 -
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El tesoro más preciado que tenía Juana Manrique era una báscula de cocina digital que medía con exactitud los ingredientes, todos biológicos, que añadía a guisos, panes y bizcochos.
En el armario de la esquina guardaba la anterior, con agujas y suciedad incrustada. En cambio, la balanza de pesas herencia de la abuela Carmen, quedaba a la vista que no al uso.
Cocinar la distraía de los reproches de su madre, las exigencias de su hija y las inseguridades de ella misma. Espolvorear la bancada con harina y mancharse el nuevo delantal negro de blanco, apuntar en el cuaderno las variaciones en las medidas, sujetarse el pelo con un palillo chino, encender el horno, apagar el móvil, batir huevos, rallar limón y adornar con canela postres y galletas le renovaba las energías, equilibraba su ser y serenaba su respiración.
Y después, cuando la mesa estaba llena de magdalenas de almendra, pan con sanouj, hojaldres rellenos, galletas de jengibre y un tazón de chocolate caliente para acompañar, miraba todos los utensilios amontonados, sucios y derrotados como si fuesen restos de una batalla, pensando que había llegado el momento de prepararse una infusión.
Juana tenía una edad sin prisas, las manos ligeras y la cabeza llena de rizos alborotados. Desde pequeña anduvo con el pelo despeinado ¿cómo quería su padre que tuviese las ideas? ¡Revueltas por supuesto! Ahora ya no, las piernas cansadas mandaban más que la mente aunque sentada también podía pensar, organizar y planear.
¡Y tanto que lo hacía! Le pesaban los pies, que no las pestañas pues sus pequeños y negros ojos aún conservaban la viveza de su juventud y la curiosidad de la niñez. Su piel, cuando no estaba cubierta de harina seguía siendo morena, tanto que todavía se reía recordando que su padre, antes de verla nacer, quiso llamarla Blanca. ¡Qué desatino!
A pesar de haber cumplido ya los cuarenta y de tener más de una arruga en la cara, todavía no había aprendido a maquillarse. Pero cada vez que Juana se miraba en el espejo se veía más guapa y se gustaba más, su sonrisa era fresca y sus dientes sanos ¿qué más podía pedir? Que Muriel no se enfadara con ella.
El día anterior Juana había tenido una conversación con Muriel dal Bo, su amiga en la distancia, quien había puesto el grito en el cielo cuando se enteró de lo mal que había interpretado el consejo que le diera una noche de muchos vinos. Porque según en qué situaciones el orden de los factores sí altera el producto. Por lo tanto, no es lo mismo echarse un amante que ser una la amante. No señor, no es lo mismo.
Nunca antes había visto a su amiga tan contrariada, si total, era un detalle sin importancia, le decía queriendo quitarle hierro al asunto.
—
¡Pero está casado!
—
Ya, por eso es mi amante y no mi novio.
—No te conviene, lo que le hace a su mujer algún día te lo hará a ti.
—A mí y a otras.
—¿Es que hay más?
—No lo sé, tampoco tendría importancia, no lo quiero en exclusiva.
Quizá esta conversación fuera la responsable de que la mesa de la cocina estuviese llena de dulces y el fregador de cacharros sucios. Pero era cierto lo que le había dicho a su amiga, no le importaba que tuviera otras mujeres. Juana estaba centrada en el presente y en sacar cualquier aprendizaje de las diversas situaciones por la que pasaba su vida y ser la amante de Fernando Montilla no era para ponerse así.
En los dos meses siguientes Muriel se propuso demostrarle a su amiga cuán equivocada estaba y cuánta razón ella tenía. Organizó fiestas a las que Juana tuvo que acudir sola porque el amante estaba con su mujer. Lo destripó sin miramiento alguno, aunque también fuese su amigo, para que conociera la otra cara del mentado. Y por último y más arriesgado, no dudó en provocar la situación idónea para que él le hiciera proposiciones deshonestas, que ella rechazó muy digna alegando que a una amiga, eso, no se le hace.
Ni por esas, Juana Manrique, divorciada, de cuarenta años y vecina de Alicante no estaba para esas menudencias. Qué más le daba que la otra fuese conocida o no. Fernando era Fernando y ella lo sabía. Así las cosas, Muriel aceptó la situación, el amante siguió casado y Juana cocinando.
Cinco años de situación normalizada y estómagos acostumbrados. Cinco años de cama caliente los jueves y horno lleno los viernes y ahora, sin más, Juana ponía fin a sus dos rituales. ¿Por qué?
Pues puede que la tierra girase un día más rápido de lo normal o que la lluvia le calase los huesos de verdad o que el sol calentara sus entrañas o vaya una a saber, el caso es que Juana dijo que se bajaba de ese tren. Ya no quería cocinar más galletas ni ser la amante de nadie.
Tres meses hacía que conocía a Miguel Ángel, cocinero y su novio desde entonces. ¿Para qué hacer para otros lo que otro podía hacer para ella?
147- El orden de los factores. Por Quena,
Excelente. De arriba a abajo.
Enhorabuena.
MUY BONITO Y SABROSO COMO LAS GALLETAS QUE PREPARABA JUANA. FELICIDADES
Un buen relato, muy bien escrito. Me ha encantado, en especial esta frase: «Juana tenía una edad sin prisas, las manos ligeras y la cabeza llena de rizos alborotados…». Me hubiera gustado que fuera mía.
Un saludo con mis mejores deseos para el concurso.
Muy bonito, me ha gustado mucho.
Si algun pero le pongo es que estoy a dieta… aggg y leer todo lo que cocina Juana me ha puesto los dientes largos 🙂
Mucha suerte!
Me gusta más el estilo que el relato.
Suerte
Bien escrito, pero me recuerda al ganador del anho pasado, quizás eso juegue en tu contra, de todas formas mucha suerte !!!
Buen relato. Aunque el uso de la gastronomía como elemento director es un recurso ya muy requeteutilizado, no por ello aburre. El elogio a lo de la edad sin prisas ya me lo han pisado, asi que no lo repetiré (bueno, ya lo he hecho).
Mucha suerte.
Buen estilo narrativo.
Suerte.