VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

161- Línea 33. Por Escoredo

            Hace algunos años -más de los que quisiera- todos los martes y jueves me subía a la línea 33 del bus para recorrer el trayecto desde el centro deportivo hasta mi casa, aproximadamente 40 minutos de viaje. Me acostumbré a sentarme en la parte de atrás, donde apenas había gente y podía repanchingarme como en una butaca de cine.

           La parte de atrás de ciertos espacios es muchas veces un lugar oscuro y obsceno donde las almas más impuras se reúnen para confabularse contra las fuerzas de la luz. Así ocurría en las clases de los institutos, en los cines, en los trenes o en los mismos autobuses urbanos de cualquier ciudad. Los últimos asientos casi siempre eran copados  por adolescentes ruidosos y molestos que hacían de esa zona su exclusivo asentamiento. Durante mi trayecto, era habitual verles con los pies encima de los asientos  o pintarrajeando los respaldos con mensajes que creían imperecederos o desconchar los pobres asientos sin culpa ninguna; incluso,  alguno que otro llegaba a encender un cigarrillo, a modo de fuego tribal, como el gesto más desafiante  que podía realizar contra la autoridad. Más allá de ahí sólo cabía el asesinato de un inocente viajero.

           Lo cierto es que esa pequeña pandilla, que yo observaba desde mi asiento, empapaba la zona con sus pinturas fosforescentes, con  sus mensajes pornográficos  y con otras variopintas manifestaciones, que para un antropólogo social le podrían haber resultado de cierto interés, pero que para mí no tenían la menor importancia. Pero eso sí, la fuerza de la costumbre de verlos cada martes y cada jueves hizo que fuera  quedándome con sus nombres:

           Jesús: era siempre el último en sentarse. Corpulento y torpe. Repetía el mismo gesto con su pelo, como un tic; algo que Sergio se lo hacía notar cada cierto tiempo, como si pudiera gestionar a su gusto la voluntad de aquél. Siempre que le veía me daba la impresión de que su sonrisa no le pertenecía.

           Sergio: cumplía el papel de chico atractivo, y creo que estaba encantado de hacerlo. Seguro de sí mismo parecía tener todo bajo su control como si cada situación la hubiese vivido antes. Su estética era sensiblemente diferente a la del resto, como el primo de la capital que se deja caer cada cierto tiempo por el pueblo. Era evidente que manejaba dinero. Muy probablemente proveedor de alcohol, tabaco y hembras.

           Toño: sin duda el líder. Aparecía casi siempre serio, sólo sonreía sibilinamente cuando Sergio le decía algo a una chica o a algún sujeto de burla. Él y Sergio tenían una complicidad especial, hablaban con frecuencia al oído o en clave. Siempre subía el primero y siempre bajaba el último. Su mirada hablaba por él.

           De vez en cuando, se les unía un chico bastante más joven, probablemente familiar cercano de Toño; lo sentaba a su lado y lo alimentaba con pipas que le invitaba a tirar al suelo para marcar territorio.

           Recuerdo un martes, en el que por razones que no vienen al caso, cogí el bus  inusualmente tarde. Pocas paradas después de la mía se subió Toño con una chica. Como era previsible se dirigieron al fondo, donde yo estaba, y se sentaron dos asientos delante del mío. Antes de sentarse echó una mirada  detrás y vio que además de mí no había nadie. Estoy por asegurar que a Toño le resultó familiar mi cara, nos cruzamos las miradas un instante como dos animales que se huelen para reconocerse y se sentó plácidamente con su hembra sin esperar amenazas inminentes.

           Jugueteaban sin prestar atención alguna a lo que pasaba a su alrededor, cuchicheando y besándose como dos bocas que se alimentan mutuamente, devorándose sin compasión y sin pudor, a pesar de que algunos viajeros se atrevían a cruzar con su mirada el límite invisible que separa la civilización de la barbarie, que para muchos representaba la parte trasera del bus.  

           Toño, después de satisfacer su hambre con el fruto de los labios de aquella chica, empezó a distraerse con su mechero como el cazador que afila una piedra. Y sin importarle quién pudiera verle empezó a quemar el respaldo del asiento delantero al suyo. Ella se reía pero sabía que podrían echarles sin remilgos y no eran horas para vagar de noche hasta su casa, así que le exhortó a que lo dejara, pero él siguió manteniendo la llama constante en un punto del respaldo. Poco a poco, el plástico fue derritiéndose formando en principio una herida gris,  para a continuación tomar forma de una vulva humeante. Primero surgieron sus labios mayores, después los labios menores, hasta incluso formarse un pequeño abultamiento superior que imitaba un clítoris, todo con una perfección que a la chica le hizo enmudecer y, en buena medida, a mí también. Ella sonreía mientras Toño, subía y bajaba la llama, con destreza artesanal,  hasta configurar una vulva exacta a la que ella tenía. Lo supe porque él le dijo, en tono susurrante: es como la tuya, ¿verdad? Algo que ella le confirmo con un beso profundo y seguramente tan caliente como los labios de su vulva -la auténtica-.

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