El disparo atravesó sin permiso desde el extremo izquierdo al derecho del cráneo. Margarita, horrorizada tapó su cara con ambas manos, tratando de atrapar el grito de espanto. Julia, cinco pasos más atrás, se abalanzó como desmayada hacia su abuelo, intentando encontrar consuelo en su demacrado cuerpo. Sumergida en los brazos del octogenario, lloró desconsoladamente mientras en cada lágrima caía el recuerdo de sus 17, con el resto de su padre que estaba frente a ella. El cuerpo inerte de Ramón cayó desparramado en el suelo y, a su lado, un poco más allá, una carta manchaba sus faldas blancas con la sangre del suicidio desesperado.
Al pasar los minutos, la familia congregada comenzó a reaccionar. Atrás quedaron las últimas palabras de Ramón, poco antes de apretar el gatillo justiciero de la pistola: lo importante es que estamos todos juntos para superar este momento. Entonces Margarita, Julia y el abuelo cayeron engañados ante la calmante seducción que se desprendía en sus palabras. Entonces dejaron escapar un suspiro de alivio tras escucharlo, pero antes de concluir, el insolente rugido balístico alcanzó indirectamente la vida de cada uno. Ahí quedaron congelados en el impacto.
Cuando reaccionaron nuevamente, Margarita tragó con dificultad una lágrima atravesada en su garganta. Con mucho valor y no tanta valentía, alcanzó la carta manchada con sangre y la colocó sobre la mesa. Era el único mueble que decidió permanecer fiel hasta la drástica decisión. Entonces como un detective analizó su contenido en silencio. Sobre el comportamiento de Ramón esa mañana nadie manejaba datos certeros. Estuvo solitario en una plaza, porque ocupaba el puesto de cesante hacía dos meses, pero ninguno de la familia conocía esa situación. Sólo entrada la tarde, Julia se extrañó al verlo tan temprano en casa.
-Y tú, ¿qué haces acá?- preguntó extrañada. Los ojos de Ramón bailaban desorientados. Un vaso de whisky sobre esa mesita confirmaba su ebriedad. Con la mano derecha trataba de ordenarse el pelo revelado ante el gel; con la izquierda sostenía la carta. En cada balanceo, la camisa trataba zafarse del pantalón, mientras los botones, como adelantando el drástico final, intentaban huir lanzándose al vacío poco a poco. Después, el abuelo despertó de su siesta vespertina. Como la sordera atacaba de vez en cuando, asentía obedientemente a las respuestas de Julia. El toque del timbre pareció salvarlo, pero la visita era inesperada e inoportuna. El agente fue breve, conciso y drástico.
El escándalo de Margarita vino después. Pero el origen de su furia no era por el estado alcoholizado, sino por toda la situación. Después Ramón trató de calmarse, apaciguó a la familia y se disparó. La viuda recientemente nombrada preguntó nuevamente qué le había dicho el agente.
-Que el próximo miércoles era el último plazo- respondió Julia, tropezándose entre sollozos. Los tres miraron el cuerpo como esperando estúpidamente que confirmara ese dato. Esa incómoda pausa la rompió el abuelo al dar respiros agitados de desesperación.
-Es… es la presión- alcanzó a advertir mientras se tocaba el pecho como poniéndole una barrera al corazón que imploraba escapar. Margarita le dio una pastilla que lo calmó. Ella se tomó otra para evadir esos incómodos minutos. Sólo cuando sintió el impulso adecuado llamó a la policía para notificar la muerte. Como si ellos fueran los jueces que corroboran el fallecimiento, pensó irónicamente. Después sintió culpa de albergar esa idea en un momento tan inoportuno como éste. Siempre los tenía, pero no trabajaba en evitarlos.
Una patrulla no tardó en llegar. Se bajaron dos uniformados. Uno gordo y viejo que insistía en arreglarse el cinturón, y otro más joven y flaco. Éste último se identificó como teniente. En sus hombros portaba dos estrellas que lo posicionaban como un ser superior ante sus pares. Con la frialdad de un profesional, los policías movieron el cuerpo como si se tratara de un saco desprendido en el suelo.
Leyeron el contenido de la carta y parecieron transcribir parte de ésta a su libreta de apuntes. Alcanzaron a susurrarse algo y sonreír, pero la inquisidora mirada de la familia detuvo los comentarios.
-¿Y a qué hora vino ese hombre que me comentó?- preguntó con la seriedad propia de un teniente.
-Habrá sido como las 2:30, después de almorzar- respondió coqueta Julia. Entonces el superior, haciendo uso de su ojo policial, enteró la reverencia adolescente. Crispando sus cejas volvió a inquirir.
-¿Le dijo algo después que se fue?
-No, solamente mencionó lo que tenía que decir y se marchó. Él, como estaba medio ebrio, nos miró casi llorando, y dijo que no podía más. En todo momento hablaba que era lo mejor para todos. Traté de distraerlo, al menos hasta que llegara mi mamá…
-¿Cuándo se disparó?
-Cuando estábamos todos juntos. Esperó que estuviera reunida la familia para hacerlo- intervino Margarita y, para no perder protagonismo en el improvisado interrogatorio, agregó otras palabras– nos juntó a todos en esta sala, que hasta algunas semanas era un living y luego nos leyó la carta, nos miró y de su bolsillo sacó la pistola y se disparó. Fue todo tan rápido-.
Cinco horas después llegó un carro para retirar el cuerpo. El oficial antes de irse preguntó a Julia, con segundas intenciones, si necesitaba algo; ella respondió que no. Entonces el teniente dejó su número telefónico recalcando que lo molestara sin culpa, me llamas a cualquier hora y ahí estaré, enfatizó galán al despedirse.
El abuelo y Margarita no durmieron esa noche; Julia, en cambio, observó indecisa el celular entre una llamada inexistente al teniente y la extinguida pena tras la muerte de su padre.
A primera hora, el teléfono irrumpió en el silencio. La pena desdibujada en el rostro de Margarita se transformó en molestia al cuarto llamado telefónico. En la última, colgó con la impaciencia atormentada. La dinámica de las horas siguientes empeoró. Era como si estuvieran esperando la muerte de Ramón para acechar. Se colocaron el uniforme oficial de luto y doctrinariamente dejaron escapar el llanto. Detrás de un abrazo, Margarita divisó a la distancia que afuera, un grupo de extraños escrutaba curioso hacia el interior del responso fúnebre.
-Son ellos- comentó clandestina Margarita. El abuelo y Julia miraron de reojo, camuflándose en el dolor. Y precisamente, para pasar inadvertidos, evitaron la salida por una puerta lateral de la iglesia. Pero la acción fue inútil. Cuando volvieron al hogar, uno de los agentes los estaba esperando. Regaló el frío y distante buenos días y antes que comenzara su discurso, con la mirada angustió en sus amenazas. A Julia la escena le parecía idéntica a las horas previas del suicidio de su padre.
Conversó sentado en una vieja silla en condición de allegada, gracias a la generosa voluntad de una vecina. La cita fue breve; la amenaza profunda. Al marcharse, Margarita recibió a uno tras otro. Era como un acuerdo común para definir los últimos plazos. Al final del día, Julia y el abuelo trataban de consolar sin éxito la condena perpetua de la viuda.
-Por favor, déjenme sola- pidió en el primer llanto sincero de la jornada. Dos cubos de hielo comenzaron a expandirse en el whisky tibio, el mismo que Ramón tomó antes de morir. Los rostros de los agentes en cada mirada perdida de Margarita, ni siquiera la dejaban tranquila en su borrachera. A medianoche, un estruendo alcanzó a despertar a Julia y el abuelo.
El cuerpo de la madre agonizaba ante la violencia de un cuchillo en las venas de la muñeca. Como una trágica metáfora, Margarita trató de cortar las mismas deudas que agobiaron a Ramón. Las dos muertes serían heredadas –paradójicamente– a Julia que deberá pagarlas en cuotas infinitas. La excepción es repactar la deuda y cortar su vida, como el padre y la madre. Pero cuando ello ocurra, las casas comerciales y la funeraria estarán esperando para entregar la cuantiosa boleta al único heredero, el abuelo.