Mi universo favorito siempre estuvo entre todas aquellas botellas de mil colores y extrañas formas, en la oscura trastienda donde el aire parecía oro cuando la luz lo atravesaba, y olía como huele todo lo antiguo, a madera de bosques misteriosos, cera para abrillantar, polvo, y algo que la hacía única, pimpinella anisum (anís). Matías era una curiosa mezcla de muchas cosas, creo que lo que más le gustaba eran las historias de tierras lejanas, las contaba con entusiasmo y las escuchaba con deleite. Como hombre de mundo que era, y no precisamente por las historias, mucha gente solía acudir a la tienda en busca de sus curiosos consejos. Como medio de vida (y de conocer nuevas historias) se dedicaba a comerciar y transportar, tenía tres grandes y lentos barcos de vela con los que compraba y vendía mercancía de lo más variopinto. Sentía una extraña debilidad por las botellas de cristal de formas y colores caprichosos; aunque lo que en verdad lo había hecho famoso en la ciudad eran sus caramelos de anís. Y ese era uno de sus secretos, los mandaba traer en sus barcos de la lejana China, por eso los caramelos de Matías, al igual que las galletas de la suerte, tenían un papelito con mensaje dentro y eso los hacía doblemente deseados.
Esa tarde acababa de arribar el capitán Yuste con el barco grande de Matías. Estaba escapándose ya el día y las sombras campaban a sus anchas por el puerto cuando el capitán se dejó caer por la tienda. Desde la misma puerta hizo un ademán ansioso a Matías y ambos desaparecieron en lo que mi tío gustaba de llamar su despacho. Digo mi tío aunque no lo es, quizá sea más. Mi padre fue marinero, precisamente en el barco de Yuste, y mi madre… mi madre dice Matías que tenía una sonrisa maravillosa, capaz de evaporar el malhumor más pertinaz. De ella he heredado mi pelo oscuro y lacio que nunca deseo cortar, como un pirata, aunque a fuerza de ser sinceros, también he heredado de ella su pequeña estatura. De mi padre he sacado los ojos marinos y la risa fácil; el gusto por el vino, dice Matías, que por mi bien, mejor no lo compruebo. A ella se la llevó la sífilis, a él un golpe en una taberna, y yo tenía todas las papeletas para irme de cabeza al hospicio. Pero no fue así y por eso y por muchas cosas, daría lo que fuese por mi tío.
El caso es que cuando Yuste y Matías salieron del despacho, a mi tío se lo veía a la vez preocupado y emocionado, caminaba sin ver, con la mirada lejos, muy lejos de la tienda. Dejó mi tío a Yuste cómodamente sentado en una mesa, dando buena cuenta de un abundante plato de viandas, que la tienda era también bar, y posada, y agarró decidido la puerta de la calle, aún sin soltarla se giró lo justo para indicarme que lo acompañase, y así empezó la historia.
Mientras caminábamos en pos del puerto y por consiguiente del barco grande, supe que había llegado procedente de la China, cargado hasta los topes de los preciados caramelos de anís. Pero esta vez, los caramelos eran distintos. Cuando Yuste llegó a la fábrica, situada en una remota región asiática, se encontró con que la había adquirido un anciano todavía más sabio que el anterior propietario.
-¿Por qué es más sabio el dueño actual? -le pregunté a Matías.
-Los nuevos caramelos poseen la antigua sabiduría I-Ching, surgida hace unos 2.500 años. En vez de un mensaje traducido, tienen bellamente dibujada una respuesta en caracteres chinos, unos dicen “sí”, otros dicen “no” y otros…
-¿y otros…? –insistí yo.
-Otros dicen “tal vez” -me contestó él.
-¿Y por eso son mejores los caramelos?
-Por eso nos han costado lo triple, y si es verdad lo que dice el capitán Yuste, se me antojan baratos -replicó Matías, y al poco llegamos al puerto.
-¿Funcionan? -le pregunté.
-Yuste ha asegurado que son asombrosamente infalibles, cuando realizas la consulta correctamente, te contestan y además tienes la certeza de que no es un engaño. Únicamente hay que seguir al pie de la letra unas sencillas reglas antes de formular la pregunta y desenvolver el caramelo.
-Será antes de elegirlo –lo interrumpí, dando por seguro que Matías se había equivocado.
-No, y ahí reside parte de su extraña magia, primero lo eliges, y luego preguntas –me replicó mientras ascendíamos por la pasarela del enorme carguero, que además de a brea y a mar, olía a misterio.
La tripulación se había apresurado camino de tabernas, posadas y… otros locales, de modo que nos encontramos con la tropilla de vigilancia (5 fornidos marineros y un suboficial) y con alguien que llevaba rato esperándonos, el chino que mi tío empleaba de intérprete en los viajes de sus barcos a Asia. Él mismo, vestido con magníficas ropas extranjeras, fue quien nos explicó con detalle las instrucciones para poder preguntar a los caramelos y luego nos animó, si es que estábamos en circunstancias de poder hacerlo, a coger un caramelo y obtener una respuesta. Yo le pregunté a mi caramelo si sería un famoso pirata y al enseñarle el papelito con extraños caracteres al chino, él leyó “tal vez”, pues vaya… Desconozco la pregunta que hizo Matías, pero el chino al leer el papelito miró a mi tío a los ojos y movió afirmativamente la cabeza, y él sin añadir palabra, me puso una mano sobre el hombro y con un extraño brillo en la mirada me revolvió el pelo. Les conté cuál había sido mi pregunta y con una sonrisa indulgente flotando en sus labios, el chino me dijo que todavía era demasiado joven, que para mí eran tan sólo sabrosos caramelos de anís. Y en verdad que eso no era poco, pero me quedé bastante desilusionado. Por aquel entonces, ser pirata, era mi gran sueño, aquel con el que fantaseaba sin descanso y del que habla a todas horas con todo el mundo.
Todo eso sucedió siendo yo muy niño, casi un hombre. Luego todas las aguas siguieron caminando hacia el mar y mis lágrimas se sumaron a ellas cuando Matías, ya el viejo Matías, se fue al mundo de sus historias. Yo cogí de sus manos el timón de su reino, pero ya no eran tres grandes barcos que surcaban los profundos océanos sino un viejo cascarón el que apenas navegaba por costas cercanas; la tienda se había limitado definitivamente a posada, y la trastienda se había quedado casi, casi, vacía; llena tan sólo de ecos del pasado y de unas cuantas de las más extrañas botellas de la especial colección de mi tío. Da la amarga impresión de que todo se estaba yendo inexorablemente a pique, que Matías había despistado sus posesiones y que yo mismo no había sido más que un perfecto inútil, y no, nada tan lejos de lo realmente acontecido. Lo que sucedió, es lo que siempre, siempre, sucede, que el mundo gira, y éste ya no es tiempo de pequeños e intrépidos comerciantes, sino de grandes empresas societarias. Matías y yo lo sabíamos y fuimos vendiendo cuando era menester vender y guardando el valor de cada cosa en oro, porque el sueño de Matías se terminaba y yo debería, con ayuda de ese oro, construir el mío.
Unos carboneros me hicieron una oferta justa por el último de los barcos y se lo vendí con pena, pero no fue ni la décima parte de la tristeza que me produjo desprenderme del edificio de la tienda. Lo compró una fábrica enorme de salazón que se quedaba sin espacio y por eso pagó casi el doble de lo que costaba. Mañana por la mañana todo esto será suyo y vendrán a derribarlo para poder extender sus ruidosas entrañas metálicas. Pero esta noche todavía es mío, esta última noche estoy solo en la trastienda, como tantas veces, entre el aire de oro, embalando con lágrimas en los ojos, dos pequeñas botellas de colores, las últimas, y despidiéndome de cada rincón de mi querido Universo.
Ya no soy un niño, he crecido y el mundo también ha crecido. Un español ha descubierto el final del océano tenebroso y a su vez un continente nuevo o una nueva ruta hacia Asia, todavía no parece estar claro; pero yo sigo queriendo ser pirata. Mi sueño se dibuja con un flamante y veloz barco de guerra, con conquistas y proezas, con grandes batallas… Ser pirata es ir en contra de todo aquello por lo que Martín luchaba y ciertamente esa es mi ancla. Podría adquirir una hacienda en el interior empleando parte del oro que poseo y tener una vida próspera y apacible… Matías siempre me decía que escuchase a mi corazón, pero cuando oía de mis labios la palabra pirata algo se le revolvía dentro y por eso dejé de decirla, por eso… por eso. Ya una vez siendo niño pregunté a los caramelos de anís y no me dieron respuesta. Ya no quedan caramelos de esos, hace ya muchos años que se ha vuelto demasiado temerario el viajar a la China, pero todavía recuerdo las instrucciones:
1. No preguntar lo mismo más de una vez.
2. No preguntar algo que ya se sabe o que se puede averiguar.
3. No preguntar lo que no desees saber.
Centenares de caramelos de anís me habré comido en esta silenciosa trastienda, dejando vagar mi mente entre tantas tontas fantasías allende los mares, aunque siempre sin leer los papelitos. Porque Matías, aquella noche al salir del barco, me recomendó respetar siempre la sabiduría del I-Ching, y como en todo procuraba yo seguir su consejo, habiendo ya planteado la única pregunta para mí importante, jamás volví a formular ninguna otra a los mágicos caramelos de anís. Guardé, eso sí, aquel papelito con la respuesta “tal vez” en una diminuta botella lapislázuli, mi favorita, la que estaba colocada justo al lado de la rojo dragón, la preferida de mi tío. La guardé porque aunque no era un sí, era mucho, muchísimo más que un no.
Esta última noche, decidí contemplar el mensaje de nuevo; me costó gran esfuerzo sacarlo por el estrecho cuello de la singular botella. Algo especial recorrió mi cuerpo cuando volví a tener ante mis ojos aquel papel procedente de tierras tan exóticas. Lo desplegué y pude observar de nuevo la elegante caligrafía china. Entonces, sin saber por qué, me asaltaron mil dudas y me acerqué casi corriendo a una de las tabernas grandes del puerto. Me llevó un buen rato localizar a un oriental entre la marinería allí presente; cuando al fin encontré a uno capaz de leer chino, le rogué que me tradujese el papel. Lo tomó cuidadosamente de mis manos y tras acercarlo a la luz cimbreante de una lámpara, pronunció dos palabras con voz sorprendida: «serás pirata».