VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

21- Se ha escrito un crimen. Por JB Fletcher

Rápidamente tomé conciencia de la peligrosa situación en la que me encontraba y por primera vez en la vida, la posibilidad de morir se hacía patente. Quizás había sido una mancha de aceite en la calzada; no lo sé ni creo que lo llegue a saber jamás, pero perdí el control del vehículo y, tras salirnos de la calzada, hombre y máquina nos precipitamos ladera abajo hasta que un pino nos detuvo con un violento choque. Enseguida supe que tenía la pierna derecha rota: podía ver una herida por la que asomaba una punta quebrada de la tibia y un espeluznante chorro de sangre me salpicó la camisa. Le puse la mano encima al tiempo que un insoportable dolor me invadía. Todo mi cuerpo comenzó a temblar, pienso que más por el miedo que sentía que por cualquier otra causa. Miré hacia arriba y grité con todas mis fuerzas pero a esa hora, las cinco de la madrugada, en la que la oscuridad todavía lo envolvía todo junto con la distancia hasta la calzada y el carrizo del sotobosque hacían muy difícil, si no imposible, que alguien pudiera verme ni escuchar mis gritos en aquella carretera de montaña tan poco transitada. “¡Dios mío, Lucía y las niñas¡”, pensé. Tan sólo hacía unas pocas horas que había compartido con ellas una tarde tan monótona como la de cualquier día, pero de pronto las echaba de menos como jamás antes lo había sentido. Sin duda era la cercanía a la muerte lo que me inducía ese fuerte sentimiento. ¿Y si intentaba salir por mi mismo? El intento me produjo un dolor y un mareo, que me hicieron desistir y me disuadieron de volverlo a intentar. Me calmé un momento y un breve e infructuoso intento por aceptar un destino que parecía inevitable, provocó que me pusiera a rezar arrepintiéndome de mis pecados. Esa aparente aceptación del probable final no duró mucho: en el momento en que una mosca de la carne se posó sobre el hueso roto, la imagen de mi cuerpo cubierto por miles de gusanos, tras permanecer muerto y desaparecido en el bosque, me penetró en la mente como un tren de mercancías y la desesperación se adueñó de mi. Me puse a chillar como un poseso: el espantoso grito que salía de mi garganta se asemejaba al de un animal agonizante sorprendiéndome a mí mismo. Cuando el agotamiento pudo más que el miedo y la frustración, me dejé caer sobre la ventanilla destrozada del vehículo. No sé el tiempo que pasé en esa postura, pero recuerdo que el ruido de una rama rompiéndose me espabiló. La claridad ya me permitía ver el entorno y grité: “¿Quién anda ahí? ¡Socorro!”. Un movimiento y de nuevo el ruido del ramaje quebrándose. Callé y concentré todos mis sentidos en averiguar quién se escondía. De repente, capté la cara espantada de un hombre negro que se dejaba ver tras unas matas: parecía acercarse con mucha precaución. Lo llamé: “¡eh, tú, ven aquí!”. Despacio, comenzó a acercarse y cuando estuvo a unos pocos metros, aceleró el paso. Miraba alternativamente hacia arriba y al coche, parecía que estuviera haciéndose una idea de lo que allí había acontecido. Me habló en un idioma que no entendí mientras gesticulaba con las manos, queriendo dar a entender que el coche había caído por la ladera. Yo asentí mostrándole la herida para hacerle saber que estaba en peligro. Intentó acercar su mano al hueso roto y le grité para impedírselo. Él, susurrando me indicó que me calmara y, sin llegar a tocarme, observó la sanguinolenta punta de la tibia asomando por la piel seccionada. Acto seguido se mantuvo en cuclillas y volvió a hablar sin que pudiera entender ni una sola palabra. Pronuncié algunas en francés y otras en inglés y, cuando dije “Help” y “People” entonces las repitió con gestos de aprobación. No hablaba inglés, pero comprendía algunas pocas palabras. Insistí: “help, police” y el hombre negó con movimientos de cabeza al tiempo que decía: “no, polisse no”. Empecé a suplicar nervioso: “help, help, heeeelp”. Él, con las manos me pidió calma y cuando callé, con gestos me indicó que subiría hasta la carretera para pedir ayuda. En ese momento yo ya sospechaba que ese individuo no quería dejarse ver: parecía querer mantenerse oculto, pero no tenía nada más; necesitaba agarrarme a ese clavo ardiendo. Tuve una idea: le señalé la guantera del coche y, cuando la abrió, le pedí que me acercara la libreta y el bolígrafo que había en su interior. Rápidamente escribí un mensaje en el que, además de mi nombre y una breve explicación de mi situación, dejaba claro que aquella persona era la única que podría encontrarme. Se lo entregué y entre gestos y palabras le pedí que buscara a alguien para dárselo: “People, paper to people, please help”. Afirmó con la cabeza para hacerme saber que comprendía mi petición. Sin más demora partió hacia la carretera. Pensé en ese hombre que parecía un fugitivo. ¿Qué hacía a esas horas por el bosque? Además, en un lugar tan empinado en el que transitar se asemejaba más a un ejercicio de escalada. Esas reflexiones me desanimaron de nuevo. Perdí la noción del tiempo y a ratos me adormecía o me desmayaba; no lo sé con seguridad. Las chicharras, sin poder precisar en qué instante, habían empezado su monótono canto veraniego.
Alguien gritó mi nombre. En un primer momento temí que fuera una alucinación, pero enseguida se repitió el grito junto con el ruido de movimiento de matas y ramas rompiéndose: me di cuenta de que estaban bajando a por mí. No me quedaban fuerzas para gritar y me sentía mareado. Recuerdo que intenté decir algo pero sólo conseguí balbucear, incapaz de articular una sola palabra. Me envolvía un sueño del que me despertaba a cortos intervalos en los que podía percibir que se estaba haciendo alguna cosa, aunque tenía tintes de irrealidad: unos sanitarios me inyectaron algo; me ponían un collarín; a medio camino por la ladera sobre una camilla atada con cuerdas; metiéndome en una ambulancia; entrando en el hospital; entre varios enfermeros me elevaban para dejarme sobre una mesa de quirófano donde un enorme foco circular presidia mi campo de visión; una mascarilla, la nada…
Transcurrida una semana, el doctor Román, el traumatólogo que me había intervenido, en presencia de Lucía, mi mujer, me explicaba que había salvado la vida por los pelos y que, asimismo, por muy poco habían conseguido salvarme la pierna, aunque tardaría unos meses en volver a caminar con normalidad. Cuando se marchó y quedé a solas con Lucía:

― ¿Has averiguado algo?
― Parece ser que era un inmigrante ilegal llegado en patera hasta la costa. Lo estaban buscando a él y a todos los que habían desembarcado esa noche, y cuando se presentó ante la policía, al principio, nadie le prestaba atención y únicamente querían meterlo en el vehículo policial. Él luchó para hacerse entender y recibió por ello unos cuantos golpes, pero al final consiguió que leyeran el trozo de papel que habías escrito.
― ¿Pero a dónde lo llevaron?
― No me dicen nada, sólo que me olvide del asunto.
― Lucía, esto no puede acabar así, le debo la vida, ambos sabemos que le debo la vida.

Transcurridos tres meses, ya podía desplazarme con unas muletas. Tras solicitar audiencia, me presenté ante el gobernador quien escuchó atentamente mi historia e hizo algunas gestiones infructuosas: al parecer todos habían sido deportados y no era posible localizarlo.

― Si se hubiera presentado usted antes, quizás…
― He estado varios meses tumbado por las fracturas que me produje en el accidente; no podía – protesté.

Un desconocido había arriesgado y, posiblemente, perdido el futuro mejor que buscaba para ayudarme, evitándome así una muerte lenta y dolorosa, y como agradecimiento lo echaron y lo trataron como basura. No podía admitirlo aunque no sabía qué hacer al respecto. Lucía quería que nos fuéramos de vacaciones y olvidarlo todo. Se había interesado por la oferta de una agencia de viajes: una semana en la isla de Tenerife con todo incluido y, su hermana y el marido de ésta, también se apuntaban. Tal vez era hora de volver a la normalidad.

Un año después del accidente

Salíamos de una cafetería en la que habíamos almorzado. Mi compañero Juan Luis mordisqueaba un mondadientes y se desabrochó el botón del pantalón, para liberar la presión en el abdomen, consecuencia de una copiosa comida. Un hombre de color vestido con una túnica, portaba un manojo de relojes que nos plantó delante de la cara al tiempo que, en un mal español, aseguraba que eran una ganga. Con cierto desdén, Juan Luis le dijo que no nos interesaban y nos alejamos. Cuando habíamos avanzado unos metros, Juan Luis hizo un desagradable comentario:

― Este negrata, hizo el viaje de su vida en patera para acabar vendiendo esa mierda de relojes de marcas falsificadas. A patadas los enviaba a todos de vuelta en otra patera.

Le reí la gracia, al tiempo que sentía vergüenza de mí mismo. Me volví un momento: no supe discernir entre frustración, incomprensión o tristeza en aquella mirada.

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