VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

30 – Gorrión. Por Charlotte Corday

       Tres rasguños bastardos me desvelan: El relente del amanecer, los quejidos eternos del niño chico y un viejo estorbo de hambres agarradas. En casa no hallo alivio así que salgo al descampado donde, asombrada, me enfrento a un paisaje intacto de nieve inesperada: ¡Qué perfecto engaño para ocultar la basura cotidiana tras este disfraz de harina!

     Aprovecho el regalo inventando algunos pasos sobre la blanca máscara del barro hasta acabar llena de risas: ¡Cuánto me gusta apoyar los pies descalzos sobre la nieve y sentir cómo se rinde bajo mi peso con un crujido! Suena igual de tierno que al morder una cebolla, pero más frío.

     Risueña por el juego y alimentada de luz, alzo los brazos y vuelo, toda hecha gorrión, hasta el arroyo, lejos del llanto cansino de Joaquín y del temblor entrechocado de mis dientes tiritones.

     Desde la vaguada vuelvo atrás la vista. A lo lejos madre -vacía ya de leche- ha salido afuera por mecer al crío y con el aire fresco -y su paciencia- casi consigue que se calle.

     También descubro, preocupada, que algunas pisadas me han seguido hasta el lavadero, como si quisieran alertar de mi secreto. Éste es mi territorio, el lugar donde soy dueña y pienso en cosas. Aquí aprendí, rodeada por lavanderas de sueño agotado y brazos dolientes, a no llorar de perfil. De sus cuerpos gastados y sus torcidas bocas emana un tenue hedor a vidas muertas. Sin embargo, yo agradezco su grosera franqueza pues así he comprendido el valor de estar callada y en mi sitio…

-“¡Felipa,… Felipina… ven!, ¡rápido!”

     Por la cuesta bajan Amparo y Marcelina, mis hermanas mayores. Vienen riéndose a empujones y traen una mueca traviesa escondida tras dos labios tramposos. Conozco estas tretas, y cuanto más brillan sus gestos más motivo tengo de temerlas -y de acabar llorando-. Avisada, salgo zumbando pero no hay modo: Cuando Amparo ordena –¡no corras, tonta!-, Marcelina, agazapada tras un alcornoque, cae sobre mí, violenta, mientras ríe con esa picardía suya, tan entreverada. Quedo empapada sobre la nieve y aunque muerdo y bramo hasta el ronquido, sólo me resta el recurso de los débiles: La rendición sin dignidad ni condiciones.

     Sorbiéndome los mocos las sigo hasta el pueblo. Ellas no paran de asestarme pescozones “cariñosos” quejosas porque las he obligado a correr, lo que ya es costumbre:

-“¡Pero qué rara eres, Felipina, siempre sola y callada! Quién tuviera ese pelo dorado y esos ojazos azules como lagos. Si no fueras tan arisca, más de una te tendría guardada y bien comida.”

     La verdad es que nadie osaría decir que somos hermanas, pues si yo soy fina, de rizos amplios y ojos limpios, ellas son dos cocones cetrinos, cejijuntas, de bulto achaparrado y pelo crespo.

-“Vamos a casa de la “señá” Pilar, que manda recado. Esa se bebe los vientos por quererte. Le recuerdas a la hija que perdió cuando aún no era machorra y el marido le vivía -antes de los tiros-.  Conviene que te vea”.

-“A nada que le zalameases te recogería y, si fueras bien dispuesta, llegarías a mandadera… ¡pero no, tú siempre tan cardo…!”

     Doña Pilar, “la del comandante”, es amplia de abrazo y cariñosa. Viste esa mirada de quien lo tiene todo pero con nada se llena, porque sus penas no necesitan cosas sino afectos. Se le murió una niña y, al poco, el destino le dobló los duelos igual que si fuesen campanas: Su hombre marchó a la guerra y nunca regresó. Afirman que cayó por la patria -y se conoce que aún no quiere levantarse-.

     A mí me adora, tanto que un día me dio un duro, de los gordos, y me acarició la cabeza, pensativa, como si quisiera aprendérsela con las manos. Me encanta su perfume de hogar repleto, de platos llenos y cucharas lustrosas            -porque las cucharas, con el mucho uso, toman un brillo sabroso- ¡qué diferencia con las nuestras que apestan a sebo rancio y madera!

     Al fin llegamos ante el zaguán. Por sorpresa, Amparo me tumba de un empujón y se sienta sobre mí, mientras Marcelina me saca la poca ropa que llevo encima, a tirones, sin miramientos. Intento reaccionar cuando ya se han ido, urgentes, dejándome desnuda en medio de la calle… y lloro y tiemblo, más por rabia y humillación que por vergüenza.

     Encogida y desorientada, el tiempo detenido se hace de hielo hasta que un estruendo abre la puerta del casón y noto cómo me llevan unas manos firmes, de esas que han sujetado muchos cochinos en las matacías.

-“¡Señora… que está la Felipina plantada en la calle, “peleta” y lloriqueando!… ¡Señora!…”

-“¡¡¡Ay, la mi pobrina…!!! Si está azul de tan fría, y qué sucia de barro…. ya habrán sido esas diablas…A ver, Petra, Mariana, preparad el baño, rápido… ¡ay, pobrecita!… ¡ay, qué días sin compasión!”

      La casa se alborota cual corral donde pelean gallos, sólo que aquí son gallinas, todas cluecas y todas hueras. Sin dejarme rechistar me sumergen en una bañera de aguas espumosas y tan calientes que duelen y acarician al mismo tiempo; cuando comienzan a frotarme cambia su color desde los tornasoles del jabón al gris de la miseria. Tras mucho rascar se dan por satisfechas y puedo respirar.

     Aprovecho para fijarme en los recovecos de este cuarto enorme, con sus azulejos blancos, los grifos de latón, la colección de frascos, tantos aromas nuevos y sus misterios de colores… Todo rezuma bienestar, una forma de vivir apenas intuida y que, por una vez, comparto.

     Entretanto han comenzado a hablar de nosotras y, según ocurre siempre cuando hay niños, debe parecerles que somos sordos o tontos y no entendemos nada, pero sí, sí que algo nos llega… y nos inquieta.

-“…esa mujer no tiene remedio, enronada de críos y sin hombre que la proteja  en esta época de calamidades…”

-“Mala no es, tan sólo descabezada. Se encaprichó con Emiliano, “el taxista”, tanto que cada vez que venía de Madrid le hacía un hijo. Y bien sabía ella que era  casado….”

-“…Ya … pero cuando a las mujeres se nos pone el vientre así, inquieto, y algo que no tiene ni nombre nos corre por las piernas… entonces estamos perdidas y no hay razones que valgan…”-

-“¡Pero, ¿cuatro criaturas?!… eso no tiene disculpa ninguna, ni hay embobamiento que lo justifique, ni pasión que lo enmiende…”

– “Además, al pequeño se lo hizo poco antes de marchar de aquí los “rojos”, que bien chulito se paseaba “el taxista”, con su gorra de miliciano…eso sí, a la Jacinta sólo le ha llenado la barriga de hijos, porque otra cosa no le ha dado, ni dineros o bienestar, ni siquiera calor en las noches frías… nada. Lo dicho, ¡la muy tonta!”

-“¡Basta!, aquí  no se habla de guerras ni guerros, ya lo sabéis… ¡a callar!”

-“Pues quedó mutilado y anda por Cáceres pidiendo en la calle…”

-“A ese lo deberían fusilar, que denunció a muchos y malmetió a más ¡menudo bicho…!”

-“Lo que no me explico es a quién ha salido la Felipina, tan guapa…nada que ver con sus hermanas…claro que Emiliano no era el único que rondaba a la Jacinta…”

     Al oír esto enmudecen y la doña, más pálida de la cuenta, escapa llorando mientras Mariana riñe por lo bajo a Petra: “Qué bruta eres, ¿cómo se te ocurre mentar  “eso” delante de la señora…?”

-“Me ha salido del alma, que alguien se lo tenía que soltar a la cara en vez de andar con tantos remilgos, a ver si despierta y empieza a echar el mal pelo, que más parece enterrada en vida que otra cosa.”

     Y así siguen un buen rato. Yo me barrunto si esto será por lo que se rumia en el pueblo: que mi padre fue el culpable de que “cayera” el marido de la señora y de otras cosas feas. Al parecer lo reconoció entre un grupo de prisioneros y le denunció por ser oficial y acaso por algún otro rencor -incluso murmuran que, en castigo por lo malo que era y para recordarle su pecado, yo salí parecida al comandante ¡qué cosas más raras inventan los mayores!-. Son cuentos dañinos que nunca entenderé. Lo que sí entiendo es lo bien que viven algunos. Parece mentira que pueda haber tantas cosas bonitas en el mundo y estén todas juntas en este rincón de baldosas brillantes… y yo aquí, en medio. ¡Ahora ya sé cómo es el Paraíso!

     Por fin regresa la dueña, con los ojos quebrados; me seca delicadamente y me pone un albornoz. Ya compuesta, salimos al saloncito donde Petra ha preparado la mesa con dos tazas de chocolate y unos bollos enormes, de los que se ven en el escaparate de la confitería. Pensaba yo que sólo eran para mirar, pero no, se comen y es catar el Cielo relleno de crema.

     Estaba tan hambrienta que enseguida me lo como todo. Entonces ella me reclama a su lado, me alza maternal en su regazo y, pausadamente, empieza a recitar alguno de los cuentos que debió guardar para su hija, como si mi presencia hubiera roto fronteras y la memoria se le desbordase por los labios…y yo me dejo ir hasta quedarme dormida o soñando despierta, que no estoy muy segura, de lo a gusto que me encuentro…

     No sé cuánto tiempo ha pasado, pero un brumoso jaleo de orgullos enfrentados me despierta metida en esta cama inmensa. Al fondo crece el barullo. Parece que Petra y Mariana quieren convencer a Doña Pilar de algo pero ella se niega, aunque no alcanzo a entender bien sus palabras. Después tiembla el suelo azotado por dos golpes rabiosos, el eco de un último lamento termina de desperezarme y luego sólo queda este silencio teñido de ausencias.

     Yo me pongo a llorar, sobre todo por hacerme oír, hasta que entran con caras sofocadas. Disimulan su congoja con ademanes culpables y me abruman a mimos mientras preparan unas prendas maravillosas: Un vestidito con canesú, una chaquetita de angora, calcetines blancos, zapatos de charol y un lazo grande de raso rojo.

     Ya en la puerta Doña Pilar me pone un abriguito de paño con el cuello de terciopelo azul y me abraza llorosa, mientras musita: “no puede ser”. Entonces  me cubre entera de besos.

     La calle de nuevo, ahora semioscura. Apenas quedan rastros de nieve en las umbrías y los tejados. Recorro las cuestas espiando en los charcos sin reconocerme y me paro a comparar, admirada, el negro afilado del charol con el blanco mortecino de la nieve derretida.

    Entro corriendo a casa y no sé por qué, pero madre se sobresalta; luego, al verme así, tan elegante, asiente, baja la cabeza y calla.

    Cerrada ya la noche enciende el candil y me desnuda para acostarme    -sin preguntar dónde he estado o si tengo hambre, acaso enterada de todo-. Dobla mi ropa y la coloca sobre una silla con cuidado…yo, sin pausa, caigo dormida en un baile profundo de sueños y bañeras.

    Despierto con el sol colándose por las rendijas del tejado y busco en la silla: Misteriosamente los vestidos de princesa se han transformado en mis harapos raídos… ¿por qué será que no me sorprendo? Quizás porque la miseria me ha vuelto la piel dura y el conformar resignado, como si nada de lo que pudiera suceder tuviera consecuencias buenas, o porque el extraño silencio del Joaquín y este olor a gachas y tocino -insólito en mi casa- me hayan puesto sobre aviso.

    Madre observa nerviosa, pero sigue callada. Me acerca la cuchara y compartimos, de la misma sartén, un desayuno cálido y grasiento.

    Acabado el festín salgo afuera, satisfecha; esta vez con la paz que otorgan un vientre lleno y el dormir nutrido del mocoso.

    No queda nieve, sólo barro, un barro negro, acharolado…pero no me importa nada, porque yo, sola frente a la vida, miro al cielo, alzo los brazos, y vuelvo a volar, toda hecha gorrión o princesa, hasta mis reinos.

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