Está amaneciendo, David, aunque quizá para ti todavía sea oscuro. ¿Llega a donde tú estás la luz? ¿Te llega esta claridad primera del día, tan serena y acogedora? Al abrir los ojos he visto los olivares que verdean la tierra ante el rápido y furtivo circular del autobús. Porque este silencio, sólo interrumpido por la monotonía del motor, y el desamparo en que parece verse el paisaje —ausente de labradores, de pájaros y hasta de nubes que lo blanqueen—, me hacen pensar que atravesamos esta carretera como si nos escondiéramos de algo, como si en verdad partir fuera nuestra única salida, y el sur —ese sur del que tanto Rosa me ha hablado— el único destino posible. A ella, a mi querida hermana mayor, debí llamarla para avisarle de que llegábamos, pero tuve miedo de que no comprendiera mi decisión, cuando sólo acabo de cumplir los veintiuno. Con lo buena que ha sido siempre conmigo. Siendo ambas muy niñas nos divertíamos corriendo por el Paseo del Malecón al salir de clase en dirección a casa, o salpicando el agua de las fuentes a los perros que en pleno verano deambulaban exhaustos por la Plaza Mayor en busca de una sombra. Te confieso que es mi única amiga verdadera. Por desgracia, y si bien a veces nos llamamos, ha pasado ya más de un año sin que nos hayamos reunido, justo el tiempo que hace que se casó y dejó la capital para irse a vivir a este rincón perdido de la provincia al que ahora nos dirigimos.
Para ser sinceros, si se marchó no fue sólo a causa de su matrimonio sino porque, como ella repetía, no aguantaba más las normas con las que nuestros padres han pretendido educarnos, tan rígidas como carentes de compasión o de ternura. Aun en la distancia sigue acusándoles de ser unos burgueses exclusivamente preocupados por las apariencias, cuya mayor distracción consiste en rumorear sobre devaneos y estupideces en los corrillos de sociedad y en conversar con sus vanidosas amistades acerca de los valores tradicionales que se están perdiendo, o del último chalet que se han construido en la costa.
Tampoco, es cierto, le gustaba mi novio, al que catalogaba dentro de la misma especie que a los demás, y no creas que me lo ocultaba, no; me lo decía bien claro a la cara: «Nena, tú eres demasiado lista y madura para ese niño. ¿No ves que es un engreído?». Pero a mí eso no me importaba porque a él, fuera lo que fuese lo que me dijera, le he querido siempre con todas mis fuerzas. Sí, David, también hoy continúo queriéndole tanto como la primera vez que me besó, dos veranos atrás, durante la noche de su diecinueve cumpleaños en la que tan torpemente se había echado el fijador en el pelo que tenía cada mechón mirando para un sitio, y yo no podía parar de reírme mientras él se moría de vergüenza.
Parece que hemos estado juntos toda la vida. Me parece que cuando bajemos del autobús estará esperándome igual que cuando le veía aguardar impaciente la llegada del taxi los sábados por la tarde para ir luego, cogidos de la mano, al estreno de una de esas películas de acción que a él le gustaban, pero que a mí me aburrían desesperadamente. Sí me conmovía, en cambio, adivinar de lejos, aún desde el coche, su gesto de regocijo en el instante en que reconocía el taxi: ya has llegado, a ti te estaba esperando, se diría para sí. O puede que fuera yo sola quien lo pensara: ya estoy aquí, cariño, al fin puedo verte. ¿Te das cuenta, David? ¿Comprendes lo que te digo? Necesito que lo hagas porque no quiero que conozcas el rencor, porque sólo así podrás entender que, pese a lo que después sucedió, su corazón, el que yo conozco, es y seguirá siendo en mi recuerdo tan noble y honesto como en un principio. Por eso no le culpo de nada, por eso le defendí cuando hace unas semanas le conté por teléfono a Rosa que habíamos roto, aunque no le expliqué el motivo. Ella no paraba de repetir que ya me lo había advertido y que aquello se veía venir. Bueno, ya te he contado esto otras veces y sé que habrás sentido mis lágrimas como si fueran tuyas, tú que aún no conoces lo que es el llanto.
Mis padres lamentaron mucho nuestra ruptura. Me mimaron igual que a una niña a la que se le ha perdido la alegría y la busca sin saber dónde, desorientada. No te hablaré mal de ellos ni de lo que hicieron cuando ya no fui capaz de encubrir lo otro: tal vez no fuera justa. Pero sé que tardaré en olvidar la mirada obscena, rabiosa, de mamá, el día en que desvió su mano de la mía cuando la puse sobre ella buscando su amparo; ese desprecio suyo, contenido y profundo, ha sido el mayor insulto que, sin hablar, nadie me ha dirigido. ¿Ya no se acordaba de sí misma cuando era una adolescente? ¿Acaso nunca tuvo ese temor vertiginoso a lo que la vida pudiera depararle, ni necesitó jamás un abrazo de la abuela?
En ocasiones, David, reconozco que quisiera parar el mundo y tomar aire, descansar. Desearía, por ejemplo, que este trayecto durara eternamente porque sólo tendría que hablar contigo y mirar por la ventana, observar esa franja blanca que la autopista dibuja en el margen para separar el asfalto y el campo que se agranda en el horizonte. Mientras no lleguemos no tendré que dar explicaciones ni descubrir la expresión de Rosa, ignoro si de asombro o de enfado, quizá de júbilo al vernos a los dos, a ti aún no te conoce ni sabe que existes. Quisiera vivir en este tiempo detenido que se prolonga a lo largo de la carretera como se prolonga la línea infinita del arcén, como el tiempo que a ti te rodea en este momento y que, sin embargo, aquí fuera no consigo frenar. Después de todo puede que allí adonde vamos tengamos la suerte que no tuvimos atrás y encuentre un trabajo, aunque sea de dependienta. ¿Te imaginas? Yo detrás del mostrador muy quieta y muy formal. Enseguida aprenderé a saber dónde está cada cosa para darle a cada uno lo que pida. Tenga, señor, su caja de puros. Buenos días, señora, aquí tiene las medias que me encargó. ¿Qué te parece?
Eso es lo mejor, no perder la ilusión y afrontar el futuro. Todavía queda gente buena que nos espera, y si no acuérdate del hombre que está sentado a mi lado y que permanece dormido, de su sonrisa franca y cariñosa cuando nos ha visto. A él no le ha importado que yo sea tan joven ni que viaje sola. A él le ha bastado ver cómo cubría mi vientre con las manos para darte calor y protegerte. Hasta me ha preguntado si serás niño o niña. Le he dicho que serás un chico y que llevarás el nombre de tu padre, al que yo sé que querrás mucho a pesar de que a él le haya faltado valor para conocerte. No pasa nada. Yo te diré cómo era. No permitiré que el olvido se lo trague, como tampoco a tus abuelos. También te hablaré de ellos. Y si nadie nos quiere, no te preocupes, porque a nosotros nunca podrán separarnos; nos lo contaremos todo como yo hago ahora contigo, aunque tú no me oigas o sólo te lleguen ecos de mi voz, de mi conciencia, de mis latidos; a ti, que ahí dentro sí has logrado suspender el tiempo; a ti, al que no sé si llegará la claridad de este temprano amanecer que me ha despertado en mitad de la calma.
Un mes falta, David, para que dé a luz. Para que, en realidad, tú me des la luz.