Afrodita nació de la espuma, después de que Crono cortase los genitales a Urano y los arrojase al mar.
Antes de meterse en la cama, Elisa se puso el pijama que aún le venía holgado. A continuación, se tumbó, entrelazó las manos bajo la nuca y cerró los ojos. Necesitaba dormir, pero no lograba apartar de su mente a Javier, compañero de la Facultad de Enfermería y padre del hijo que desde hacía dos meses llevaba en su vientre. Su memoria retrocedió hasta el torso musculoso del joven y sus profundos ojos almendrados. Lo conoció en una fiesta. En ese instante le pareció el mitológico Adonis. Durante la cena intercambiaron miradas ardientes, y cuando comenzó la música salieron al jardín. Bajo la luz de la luna se dieron el primer beso y terminaron la noche en una habitación con vistas al mar. Javier, Adonis lujurioso, cautivó a Elisa, Afrodita de cuerpo esbelto y pelo negro. Sin embargo, cuando le contó que esperaba un hijo fruto de aquel encuentro, él la abandonó. El mito de Afrodita y Adonis pereció. Durante días intentó que se implicara, pero se volvió escurridizo como una anguila; incluso, dejó de contestar a sus llamadas y mensajes. Sus padres le aconsejaron que a grandes males, grandes remedios. Sobre todo su madre. Tenían la solución; al día siguiente irían al hospital. Al final, vencida por el cansancio, se acomodó de costado y se durmió.
La claridad de la mañana, que se filtraba por las rendijas de la persiana, la despertó. Salieron temprano. El desasosiego de la chica era claro. En cambio, su madre estaba convencida de que era lo mejor para todos. Una vez en el hospital, Elisa le entregó su cartilla de salud a la enfermera que se hallaba tras el mostrador y después tomaron asiento en una sala llena de sillas. No cruzaron ninguna palabra. Observaban como la gente entraba y salía. Elisa, con la mirada, recorrió aquellas paredes blancas que la cobijaban. La enfermera la llamó, pero ella dio un respingo en su asiento. Sabía que en un par de días ingresaría y, en una habitación, cambiaría su ropa por el pijama del hospital. Después la trasladarían al quirófano y la sedarían. Su madre le tocó el brazo, pero su hija la miró y no se levantó. Dos veces más la enfermera repitió su nombre en voz alta, y otra vez aquellas palabras le pasaron rozando el hombro, como si no fuese con ella.
—¡Chica, levanta! ¡Te llaman! —le advirtió su madre.
Y aunque no se movió, su mirada recuperó la ilusión perdida. Había tomado su propia decisión. Le dijo a la enfermera que se iba. Salió a la calle, seguida por su madre que no daba crédito a lo que veía. En esos minutos de espera, Elisa ya no quiso ser Afrodita, deseó ser mamá. De camino a casa, María, su madre no cesaba de reñirla y de pedirle explicaciones, hasta que abrió con las llaves la puerta de la casa. Su padre las esperaba a comer.
—Mírala —dijo con voz agria a su marido—, Andrés. Ahora dice que se queda con el bebé.
Su padre abrió los ojos como platos:
—¡Eres una insensata! No estamos para cuidar niños. ¿Y tu futuro?
Elisa no contestó; llorosa se dirigió a su habitación y se tumbó en la cama. Fueron tras ella y, bajo el quicio de la puerta, su madre dijo:
—No nos podemos permitir una boca más —alzó la voz—. Tendrás que abandonar la universidad y trabajar para dar de comer a tu hijo.
Al mismo tiempo que los gritos de María subían de tono, tras ella, Andrés enmudeció, y Elisa quedó perpleja.
—Mamá, trabajaré… —balbuceó limpiándose las lágrimas con la manga, sentándose en el borde de la cama.
—Ese niño ya es un problema.
Elisa sintió cómo la angustia le encogía el estómago.
—Mamá… —replicó.
—Te equivocas —la atajó muy seria.
—Quiero a ese niño. Soy mayor de edad y puedo tenerlo —protestó desconsolada.
—Creo que ha llegado el momento de que te cuente algo —añadió sentándose al lado de su hija, con el labio inferior temblándole.
—Soy hija de madre soltera —disparó al fin—. Una niña no deseada, como tu hijo. Cuando nací mi madre me dio en adopción. ¿Estás segura de que eres capaz de asimilar todas las consecuencias de tus actos?
—¿Qué? Mamá, por Dios… Nunca me habías contado eso. Me dijiste que los abuelos murieron en un accidente de coche —reprochó sorprendida, mirando primero a su madre y luego a su padre.
—Sé lo que te conté. Quería esconder un pasado que me hacía más daño que el que inventé.
—Pero es una mentira innecesaria, soy vuestra hija… ¿Cómo habéis podido mentirme?
Hubo un silencio.
—Mamá…
—No juegues con ese niño y sus sentimientos —la interrumpió—. Toda mi infancia y juventud las pasé en un orfanato, con las monjas, fantaseando con que un día aparecería mi madre y, a pesar de rezar muchos rosarios, nunca regresó. Tenía dos vestidos y una muñeca de trapo, eso es todo mi pasado y mi identidad. Adolecí de la falta de cariño de una madre y un padre que me arroparan y me dieran un beso por las noches —María, por primera vez, había abierto su ajado corazón a su hija. Tras decir aquello, la mujer fuerte y resuelta que aparentaba, se derrumbó igual que un castillo de naipes. Lloró delante de los demás, como en sus noches de soledad en el orfanato. Elisa le acarició el pelo y la besó en la frente y en las mejillas:
—Te quiero, mamá. No es justo que creas que la historia se repetirá.
—Elisa… —acertó a decir desarmada por el dolor que le causaba la conversación.
—No, mamá. Le regalarás a mi hijo todo el amor que tienes guardado en tu corazón para esa madre que nunca volvió. Serás una abuela maravillosa —afirmó con los ojos humedecidos.
—No sé, no sé… —contestó levantándose, mientras su marido se apartaba del umbral y la dejaba salir del dormitorio.
Elisa fue a seguirla, pero su padre la frenó.
—No es buen momento, hija. Necesita poner en orden sus sentimientos.
—Papá, ¿tú que opinas? —preguntó desesperada, a dos palmos de su padre, sintiendo que había perdido aquella batalla.
Él movió la cabeza de un lado a otro y respiró hondo:
—La conozco bien. Te quiere más que a su propia vida. La he visto despierta cada vez que tenías fiebre. Cada noche cuando estás con tus amigos —dijo metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón—, no se duerme hasta que llegas a casa. Ha trabajado sin descanso vendiendo zapatos…
—Papá —dijo abrazándolo—. Lo siento. ¿Por qué no voy a querer a mi hijo?
—Bueno, los jóvenes cambiáis mucho de opinión. Primero estabas segura de que ibas a abortar y luego…
—Y tú, ¿qué piensas en realidad?
—Yo soy feliz si os tengo a las dos. He arreglado coches todos los días y he llegado a casa con las manos llenas de grasa, solo por vosotras. Lo que decidáis me parecerá bien.
Elisa afirmó cabizbaja. Comprendió que le quedaba la dura tarea de convencer a su madre, entonces, angustiada, optó por dejar que el tiempo pasara. Durante las siguientes semanas no se habló del embarazo. Todos querían que las aguas volvieran a su cauce.
Inesperadamente, una mañana, durante el desayuno, María miró a su hija con una media sonrisa. Una estaba sentada frente a la otra, ante una humeante taza de café.
—Hija, lo siento. He pensado mucho últimamente…
—Mamá, sigo queriendo a ese niño —dijo bajando la mirada sobre el tapete a cuadros de la mesa de la cocina—. Terminaré el curso que me falta y trabajaré —afirmó apartándose un mechón del pelo de la cara—. Mamá, por favor, quizá hasta Javier y sus padres quieran conocer al bebé.
—Elisa —dijo su padre, que estaba haciéndose una tostada—, tu madre y yo hemos hablado de este tema cada noche, en la cama, antes de dormirnos. Te apoyaremos en todo.
—En un principio tomaste la decisión de abortar porque Javier no quería saber nada del embarazo. Será un niño sin padre —le dijo su madre—. Una cosa más: ese niño es una persona que piensa y tiene sentimientos, nunca le quites la infancia como hicieron conmigo —le suplicó.
—Sí, mamá… —le contestó pasando las manos por su vientre—. Hablaré con los padres de Javier, seguramente ni lo saben.
Días más tarde, Elisa se presentó en casa de Javier. Le abrió la puerta el padre, que la invitó a pasar al salón, pues la conocía desde hacía unos meses. La madre, al oírlos, salió de la cocina secándose las manos en un paño y saludó a la chica. Entonces de pie y sin rodeos, Elisa les contó que esperaba un hijo de Javier. La noticia les cayó como una jarra de agua fría. La sangre se les heló en las venas. Perplejos, llamaron a su hijo que se encontraba en su habitación escuchando música. Cuando vio a Elisa se puso pálido y segundos más tarde las mejillas le ardían. No negó nada de lo que contó la joven, pero estaba muy enfadado. En cuanto Elisa terminó de hablar, le abrió la puerta que daba a la calle para que se fuera. Los padres no despegaron los labios. Era la segunda vez que su hijo dejaba embarazada a una chica, la primera no dio problemas, pero Elisa los estaba metiendo en un lío.
Ni tan siquiera les dedicó una mirada cuando salió de la casa. Comprendió que había sido muy osada. No esperaba ninguna ayuda, pero tenían que saber qué ocurría. Las piernas le temblaron y se le hizo un nudo en la garganta. No le cogió por sorpresa que Javier se enfadara y que sus padres callaran.
Las semanas pasaron. No supo nada de Javier hasta que un día la llamó por teléfono. Se disculpó por sus modales y le comentó que sus padres querían hablar con ella. La citó esa misma tarde en casa de él. Elisa fue por curiosidad. Pensaba que le entregarían una cantidad de dinero para el aborto. Se presentó a la hora indicada. Javier le abrió con una media sonrisa en los labios. Su madre, Aurora, había preparado café y pastas, y su padre, Guillermo, estaba sentado en el sofá. Elisa se acomodó en un sillón que le ofreció el muchacho y rompió el tenso silencio de la habitación.
—¿Y bien?
—Verás —dijo Aurora—, hemos hablado de tu embarazo y creemos que sois muy jóvenes para ser padres y menos para convivir bajo el mismo techo, no tenéis un euro para dar de comer a ese niño…
—No se preocupen por nada, lo entiendo, mis padres me apoyan en todo…
—No, hija, no me has entendido. Sabemos que quieres tener ese niño y os ayudaremos, pero debéis seguir cada uno con sus estudios, creo que casaros sería otro error.
—Perdone, señora, mi hijo no es un error, ahora es un bebé deseado.
—Tranquila —añadió Javier—, le daré mi apellido. Mis padres y los tuyos nos ayudarán económicamente, pero no pienso casarme ni convivir contigo.
—Me parece razonable, es más de lo que esperaba oír… —dijo levantándose, dispuesta a irse.
—Niña, no nos mal interpretes, queremos que Javier tenga un futuro…
—Ya, lo sé, mis padres también quieren lo mismo para mí. Sinceramente, muchas gracias por su apoyo. Nos vemos… —y salió cerrando la puerta.
Después, Elisa contó a sus padres la conversación que tuvieron.
Pasaron los meses y la joven llegó al final de la gestación. Cuando nació el niño y la llevaron de nuevo a la habitación junto a la cuna de su hijo, sus padres seguían allí. Pero aún le aguardaba otra grata sorpresa: Javier había llegado con un gran ramo de flores y una sonrisa. Quizá volverían a ser Afrodita y Adonis algún día.