VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

41- Dulce Aurora. Por Mejor en silencio

Aurora no pudo ser niña. Me lo contaron las vecinas del pueblo la tarde que fui a verlas. Les sorprendió mi interés y mi súbita presencia en aquel lugar perdido, en mitad de un laberinto de chicharras, espinos y hierbas secas. Nadie había vuelto a nombrar a Aurora, ni a preguntar nunca más por ella. Les mostré mi identificación personal, mi pase de voluntario en el Hogar de Santa Clara y hasta un retrato mío en el jardín, empujando su silla de ruedas. Pese a la reticencia inicial, me ofrecieron finalmente agua fresca del cántaro de barro y una destartalada silla de mimbre, que se estremecía, enclenque, bajo mi peso. Permanecí allí sentado, en aquel corrillo de ancianas reunidas al ponerse el sol, a la vera de paredes blancas, cuarteadas como sus rostros. No hice más preguntas. Sólo escuché, mientras aquellas mujeres componían con retales deshilachados la historia de Aurora León, sin mirarme ni una vez a los ojos.

–Así que quiere saber de la Aurora… ¡Quién iba a pensar que seguía viva! Ha pasaó tanto tiempo…

–Ay, la Aurora… Pobrecica… Sin niñez que se quedó antes de aprender siquiera a jugar al pite.

–Vaya que sí… criatura… y encima fue ella quien encontró a la madre, en el suelo de la cocina y ahogá en su propia sangre. Jesús…

–No sé qué a la cabeza le dio, ¿no, Paquita?

–Eso dijeron… Dios la tenga en su gloria.

Se persignaron al unísono entre suspiros y bisbiseos y continuaron con su cháchara, como si en realidad yo no estuviera.

–Ay, Señor… ¡aquello sí que fue un disgusto! ¡De los gordos!

–Y ahí se quedó la familia, de la noche a la mañana: el Esteban viudo con poco más de veinte años y con dos zagalillos chicos.

–¡El Perico aún en pañales andaba!

–Sí. Y la Aurorita, tan dulce, tan modosita ella… no tendría más de diez años. ¿T`acuerdas en el entierro, Rufina?

–Vaya si m`acuerdo… La niña no chorreó ni una lágrima, pero daba penita verla, tan delgadina y tan pálida en el cementerio, con su vestido de los domingos sin planchar y los zapatos sucios.

–Llevaba a su hermano Periquillo de la mano y aquella muñeca con la que iba a todos lados, debajo del brazo. Angelitos…

–Y luego vino lo peor, que a partir de la muerte de la Elisa, al Esteban no se le veía en otro sitio que no fuera en la taberna.

–Que ahora ya bebía con motivo, decía, el muy sinvergüenza.

–Y los reveses que ya no le daba a su mujer, se los llevaba la pobre cría.

–Hasta el cura de Ambiares vino a hablar con él, ¿os acordáis?, a ver si le entraba en razón. ¡Que tenía dos criaturas, carajo! Pero nada; no hubo forma…

–Nosotras por no meternos y que el Esteban la pagara con la Aurora y el chiquillo… pues… ¿Qué íbamos hacer?

Un silencio espeso deslizó su lengua sobre las siete mujeres.

–Yo… les daba longanizas y algún cacho de tocineta después de cada matanza.

–Y anda que no les dejé yo veces, delante de la cancela, un buen cuenco del puchero de los viernes.

–Si es que no podíamos hacer más…. Que eran otros tiempos, joven.

–Y aquí, en este pueblo, peor todavía… No sabe usté bien…

De nuevo el silencio.

–Hasta que un buen día la muchachilla se fue. ¿Qué años tendría? ¿Catorce o quince?

–Sí, sí. Era ya una mujercita. Casi no hablaba y vivía na más que pendiente de su casa y de su hermanillo Perico. Muy mal lo tuvo que ver pa irse así… de repente, sin decir na a nadie.

Resoplidos, ojos en blanco, más tosecillas incómodas…

–Pues claro, ¡diantres! ¿Cómo leches se iba a quedar esa niña?

–Si ya lo contó el Toribio, que la vio venir a todo correr desde el río el día de antes, con la falda rajá hasta medio muslo y los rizos revueltos.

–No hacía falta ser muy listo pa saber lo qué pasó…

–¡Bueno, bueno!¡A callarse de una vez! ¡Que de eso nosotras no sabemos! El Toribio… Otra buena pieza era ése… ¡Qué iba a ver él!

–Pues lo que sí vimos todos al día siguiente fue la cara del Esteban marcá de punta a punta con cuatro arañazos bien feos. ¿O nos vamos a seguir haciendo las tontas ahora que no nos quedan ya ni dientes?

–Qué sí, coña, que sí. ¿De qué iba a irse esa criatura si no, dejando aquí solillo al hermano?

–Con lo que lo quería… la pobre…

Poco a poco, el cielo se había cubierto de nubes al son de la maraña de palabras de aquel círculo de viejas. Rugía amenazas de tormenta y en apenas cinco minutos el viento nos cegó y nos llenó la boca de polvo. Me despedí con prisa de aquellas mujeres, sin saber a ciencia cierta si sentirme agradecido o asqueado. Las vi esconderse en sus casas, como debieron hacer tantas otras veces, arrastrando sus sillas de mimbre, sin levantar la cabeza del suelo.

La lluvia me sorprendió al volante mientras pensaba en Aurora. En cuanto llegué al centro subí a verla y la encontré en su cuarto, sentada en su sillón de orejas junto a la ventana. Su boca desdentada esbozó una sonrisa nada más verme.

–¡Perico! –exclamó como siempre, sin que yo la corrigiera–. ¡Ay, Periquillo! –Y se le encharcó la mirada–. ¡Has venido!

–Pues claro que he venido, Aurora. Igual que todos los días, sólo que todavía no llevo el uniforme puesto porque mi turno no empieza hasta dentro de una hora.

–Mira, Perico, mira qué muñeca más bonita.

Me mostró orgullosa su muñeca rubia, ennegrecida por la desolación y el paso del tiempo, y le acarició la melena con manos temblorosas. Esas manos frágiles, atormentadas, dolidas… ¿Qué fue de ti cuando huiste, Aurorilla? ¿No encontraste quien te cuidara?

–¿Me ayudas a peinar a mi muñeca, Perico? ¿Eh? ¿Me ayudas a ponerla guapa?

–Tú sí que eres guapa, Aurora.

Le puse un beso en la frente y sus mejillas se avivaron, como las de una niñita inocente, mientras se atusaba el pelo e intentaba detenerle el paso a una ruborizada sonrisa. Después, su atención regresó, feliz, a su gastada muñeca y cuando me arrodillé frente a ella y me asomé a sus ojos castaños, lo vi: ese brillo inconfundible, ese candor, la luz irisada de una infancia que había regresado, por fin, al corazón de la dulce Aurora.

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