Un día más me encontraba frente a un precioso mar azul turquesa que tanto sosiego me transmitía. Viendo las gaviotas volar, apenas rozando el agua, conseguía olvidarme durante unos minutos de mi tormento. Tenía todo aquello que cualquiera desearía, pero sentía que no era bastante; me faltaban mis recuerdos, sin ellos nada tenía valor ni sentido.
─ Cariño, entra en casa, vas a coger frío…
Aunque habría estado sentada observando el mar hasta que anocheciera, sabía que debía hacer caso a David, mi novio, si no quería volver a pillar otro resfriado. Me preguntaba qué sería de mí si no le tuviera a él.
Una vez en casa solo me apetecía coger la guitarra y ponerme a cantar, curiosamente las letras de mis canciones sí las recordaba. También sentía la necesidad de subirme a un escenario.
─ David, ¿cuándo crees que estaré preparada para actuar en público?
─ Bueno, cielo, eso lo determinará el médico, has sufrido un golpe muy fuerte y lo mejor es no forzar tu mente. Nos han aconsejado que tengas mucha tranquilidad en todos los sentidos, por eso nos encontramos en este lugar tan aislado. Seguro que cuando estés preparada lo sabremos.
Hacía días que el teléfono sonaba una y otra vez; alguien quería hablar conmigo, pero David se oponía, me decía que era por el bien de mi recuperación y yo confiaba ciegamente en él.
Desde que perdí memoria, cada día seguía la misma rutina. A primera hora de la mañana me sentaba frente al mar, observando con detenimiento cada una de las olas que se formaban, como si ellas fueran a responder las preguntas que iban pasando por mi mente. Después caminaba junto al agua hasta que me sentía cansada. Antes de irme a dormir tocaba la guitarra y cantaba varias canciones.
Sin embargo ese día, nada más despertarme, presentí que todo sería distinto; el sol brillaba con más intensidad, las olas golpeaban rabiosas y un suave olor a salitre y algas que venía del mar me envolvía por completo.
David entró en casa, esperando que yo le siguiera, pero preferí quedarme observando unos minutos más cómo se teñía todo de color melocotón.
Absorta en mis pensamientos, no me di cuenta de que ya no estaba sola. Alguien, que se había sentado a mi derecha, empezó a hablarme:
─ ¡Creo que nunca había visto al mar así de enérgico! Hola, soy Luis.
Tras echar un vistazo a Luis, miré a los alrededores, preguntándome cómo habría llegado hasta allí.
─ Sí, he tenido que saltar la valla…Lo siento, pero era la única manera de poder acceder a ti.
A pesar de no conocerle en absoluto, no sabía por qué pero Luis me inspiraba confianza. Me parecía tan gracioso su empeño en seguir perfectamente peinado, a pesar de la fuerza del viento, que logró arrancarme una tímida sonrisa mientras le escuchaba.
─ He intentado por todos los medios hablar contigo, pero tu familia se ha negado.
─ Entonces, ¿eras tú quien insistía llamando por teléfono?
─ Sí, era yo… En cuanto se aclaró todo, no pude evitar que mi mayor deseo fuera contártelo. Me parece muy injusto todo lo que te está sucediendo; tienes derecho a saber, en primer lugar por qué te encuentras en este estado, y en segundo lugar la verdad de lo que pasó.
─ ¿La verdad de qué? ─ le pregunté desorientada, volviendo a mi seriedad habitual y observándole como si de un fantasma se tratara.
Luis abrió el maletín que llevaba con él y sacó una botella de cristal; se veía a su través que contenía una hoja doblada.
─ Laura, es tuya, tú la escribiste y la lanzaste al mar. Alguien la encontró y la llevó a la redacción del periódico para el que trabajo. El tema me enganchó y me puse a investigar. Por favor, léela.
Me cedió la carta con un gesto de asentimiento tan dulce que no fui capaz de negarme. Cuando la tenía en mis manos, su textura y color me resultaban familiares; leí despacio y con voz entrecortada:
Escribo esta carta porque no quiero seguir viviendo, no lo merezco.
Recuerdo como si fuera ayer cuando creamos el que fue mi primer grupo de Rock. No solo lo pasábamos genial, también ayudábamos a los demás; gran parte de nuestros beneficios iban destinados a la casa de acogida de nuestro pueblo. Conseguimos participar en varios concursos importantes y, aunque no ganamos ninguno, se fijaron en mí, ofreciéndome sustituir a la vocal de un grupo muy conocido.
En aquella época David era mi mánager, muy pronto se convirtió también en mi mayor apoyo y en mi novio. Todo era perfecto hasta que llegamos a tener tanto trabajo que mis fuerzas se agotaban. David me insistía en que la fama no duraría para siempre y que tenía que aprovechar ese momento. Me aconsejó tomar anfetaminas hasta finalizar la gira, como él hacía. Esas pastillas se llevaron mi cansancio, pero también mi forma de ser. Empecé a involucrarme con personas que apenas dormían y siempre bebían, cayendo en la bebida yo también. Mi vida se había transformado, no sabía si a mejor o a peor porque ya no distinguía ni lo que sentía.
Una lluviosa noche, David y yo salimos de una fiesta en la que me encontraba tan mal, que no recuerdo ni cómo llegué hasta mi coche. Debí quedarme dormida mientras conducía porque cuando desperté mi cabeza estaba sobre el volante y David no dejaba de repetir, con la mirada perdida, que la había atropellado. Cuando salí del coche me encontré a una niña con carita de ángel tirada en el suelo, sin vida.
Con cientos de miles de euros a mi espalda no costó demasiado que los mejores abogados consiguieran mi libertad, y en ese momento comenzó mi verdadero infierno: luchar cada día contra mi propia conciencia. Cada dos por tres aparece en mi mente, en forma de “flash”, aquel terrible accidente. Todas las noches sueño que aquella dulce niña se incorpora, se levanta del suelo, se acerca hacia mí y me sonríe. Ese sueño consigue hacerme sentir bien de nuevo; en cuanto despierto continúa mi pesadilla.
Si algún día alguien encuentra esta carta será porque el destino así lo quiere; en ese caso, por favor, mi deseo es que se difunda, que sirva de ejemplo para el resto de jóvenes. Yo, que ahora tan solo soy un espécimen despreciable, me lanzaré al mar con el propósito de que limpie mi conciencia para siempre.
Laura Méndez.
Sin poder contenerlas, cayeron dos lágrimas por mis mejillas. Miré al mar; ahí tenía la explicación de por qué sentía que intentaba hablarme en todo momento.
─ Laura, tranquila, esa es sólo una parte de la historia, la que explica por qué tienes pérdida de memoria. Estuviste inconsciente hasta que un pescador rescató tu cuerpo flotando a media agua; por suerte acababas de sumergirte.
─ ¿Tranquila?, ¿cómo puedo estar tranquila ahora que sé que quité la vida de una niña y después intenté quitarme la mía?
Aunque tenía a Luis muy cerca de mí, estaba tan aturdida que veía sus gestos pero no escuchaba su voz. Una ruidosa ola consiguió hacerme volver a la conversación y a poder escucharle:
─ Cuando cogí esta carta tuve una corazonada, algo me decía que aquello no cuadraba y me puse a investigar. Aunque el caso ya estaba cerrado, conseguí demostrar una incongruencia y de esa manera lo reabrieron.
─ ¿Una incongruencia? ─ pregunté desconcertada y con gesto de incredulidad.
─ Laura, por favor, escúchame atentamente… Lo que te tengo que decir es muy difícil para mí…
Entre risas de desesperación, recriminé a Luis:
─ ¿Por qué no te olvidas de una vez que eres periodista y vas al grano? Me estás obligando a “leer” cada una de las líneas que describe una historia que has descubierto, cuando lo que realmente necesito es “leer” el final…
─ ¡Si así lo quieres!… ¡No fuiste tú quien atropelló a aquella niña, fue David! ─ me contestó con frialdad.
─ ¿Qué?, eso no tiene sentido, te estás burlando de mí… ¡Yo conducía aquella noche!
─ No, Laura, conducía él; tras el frenazo te quedaste inconsciente, entonces David te colocó en el lugar del conductor.
Arrepentida de haber sido tan sarcástica, le pedí perdón con la mirada mientras le hablaba:
─ No lo entiendo, ¡no puede ser!, David no… ¿Estás completamente seguro?
─ Sí, completamente seguro.
No podía dejar de negar con la cabeza, destrozada. Le pregunté, con voz temblorosa:
─ ¿Cómo pudo hacerme eso?
Luis, que parecía sentirse incómodo, contestó, midiendo sus palabras:
─ Supongo que pensó que, con tu fama y tu dinero, no te pasaría nada, comparado con lo que le habría pasado a él si le hubieran culpado del atropello.
Como una autómata volví mi mirada hacia el mar. Mientras observaba cómo había aflojado en viento y las olas perdían fuerza para romper suavemente en la arena, me venía la imagen del momento en el que David me prohibió coger el periódico, también cuando me insistió en que no descolgara el teléfono; ahora comprendía por qué me había alejado de mi familia. Sentí tal rabia que mi respiración se paralizó, hasta que de mis ojos brotaron tantas lágrimas que empaparon el cuello de mi camisa; entonces supe que me recuperaría.