Con el fin de evitar lo sucedido cuando recibí el Premio de la Confederación de Cámaras de Comercio, al principio un poco en broma y al final ya muy en serio, había invertido muchas horas en explicarle a mi familia cuales eran mis deseos para esta ocasión. Pero todo fue en vano. Me podría haber ahorrado el esfuerzo dado que, llegado el día, ninguno de ellos demostraba haber tenido en consideración mis opiniones. Cierto es que después de aquella experiencia y por primera vez en años, no sería yo quien iba a hacerse cargo de organizarlo todo.
Buen ejemplo de ello era el lugar escogido para la ceremonia. Conociendo los gustos de mi madre y su adicción a ostentar su estatus social, y sólo por si finalmente ella intervenía en la toma de decisiones, yo había insistido mucho en que se llevase a cabo en un sitio nada fastuoso, recogido y pequeño, donde se pudiese palpar físicamente la intimidad que debería de abrazarnos. Al final nos encontrábamos en una sala seis veces más grande de la que había imaginado, tan Art Decó, que parecía proyectada por André Groult. Suelos de tarima centenaria de roble americano meticulosamente encerados, cubiertos por cinco alfombras situadas de forma estratégica para que tanto estas como la tarima lucieran espléndidas a los ojos del visitante. Con una marcada inclinación hacia un estilo descansado, sus sillas, anchas y acogedoras, estaban hechas en madera de amboina, procedente de las islas Molucas. Los cuatro sillones inmensos, tapizados en piel de zapa concienzudamente tratada para restarle su aspereza, estaban dispuestos formando dos de los cuatro ángulos de un rectángulo imaginario. Además del revestimiento textil de terciopelo burdeos, tres tapices, seis oleos de considerables dimensiones y un formidable espejo, que incitaba a mirarse en él, decoraban las paredes del salón. Rozando los límites de la perfección, dos biombos, exquisitamente lacados en los talleres de Jean Dunand, conseguían dividir el espacio de tal forma que nadie se viese obligado a compartir un minuto con quien no deseara.
No sólo hubiese preferido mucha menos gente de la que al final estaba allí, sino que, en algunos casos concretos, no podía concebir que exhibieran la desfachatez necesaria para haberse presentado. Estaban Hugo y Luis, con sus nuevas novias. Ellos, ufanos, presumiendo de los millones obtenidos con la venta de nuestra empresa a los suecos y con ello la ruptura de nuestra sociedad. Ellas, jóvenes, hermosas y luciendo unos vestidos tan ceñidos que les dificultaban disimular la calculadora que tenían entre las piernas.
Me suponía un esfuerzo inmenso entender como aún me sorprendía el cinismo de Andrés, pero lo hacía. Habían transcurrido diez años desde la última vez que nos habíamos visto cara a cara, poco antes de entrar en la sala del Juzgado de lo Penal número 12 de Barcelona. Él como imputado, yo como testigo de cargo. Andrés era el prototipo de adulador inepto con exagerada autoestima, combinación que constituye una bomba programada para estallar. Sin que nadie que mantuviera trato con él pudiera explicárselo, ascendió en la empresa para la que trabajaba hasta un cargo directivo de considerable relevancia. Yo le conocí entonces, cuando se convirtió en mi jefe, en el primer empleo que conseguí al llegar a la ciudad. En cuanto vislumbré sus maniobras y me percaté de sus intenciones, me concentré en proteger mi posición y documentarme adecuadamente para el momento en que desde el Consejo de Administración vinieran degollando. Superada su desconfianza inicial, logré convencerle de mi absoluta incompetencia. Así fue como se relajó y trenzó la soga que se acabaría echando al cuello.
—…reducción de pena por buena conducta… —supuse que le comentaba, como susurrando, Andrés a Hugo, mientras sus ojos delataban la lascivia que le provocaban las piernas de la novia de Luis. Me hubiese gustado que fuese capaz de notar mi sonrisa despectiva.
Ellos se conocían desde hacía mucho tiempo. Los había presentado yo, cuando aún trabajaba con Andrés, años antes del juicio y de que la idea de Hugo, la capacidad organizativa de Luis y mis conocimientos de los mercados internacionales nos convirtieran en empresarios de éxito. Lo que me costaba armonizar era que se hablaran, aunque supongo que la forma en que había acabado mi relación con cada uno de ellos les hacía tener algo en común.
Para compensar tanta presencia no deseada, en el extremo opuesto del salón junto a la salamandra francesa de hierro forjado, donde crepitaba un fuego como de atrezo, se hallaban Pepe, Esteban e Isabel. A pesar de los veintidós grados conseguidos con la climatización del local, ellos intentaban combatir un frío al que no estaban acostumbrados y que se les colaba debajo de las uñas. Pepe vivía desde hacía treinta y cinco años en Panamá. Esteban e Isabel se habían instalado en Jamaica medio siglo atrás. Hablaban los tres y a Pepe se le notaba a lo lejos la incomodidad que le producía el traje negro de alpaca, la corbata y el botón del cuello de la camisa abrochado. Si por un lado, no dejaba de cambiar el pie de apoyo, exhibiendo un movimiento pendular constante, por otro, colaba su dedo índice entre su cuello y el de la camisa para estirarlo con tanta decisión como exiguo disimulo. Cada pocos minutos Esteban le abrazaba, como intentado anclarle en una posición fija al suelo de roble encerado.
A espaldas de ellos y observándoles con desconcierto, se podía ver al Profesor. Había llegado desde el hemisferio sur, trayendo consigo el olor que yo dejara atrás hacía más de treinta años. Nos unía una amistad inquebrantable, forjada en nuestra adolescencia y pulimentada de forma epistolar a lo largo de un cuarto de siglo. En veinticinco años no nos habíamos visto más de cinco veces. Toda una vida enhebrando intenciones de reunirnos sin que consiguiéramos dar las puntadas que nos unieran. Yo aún no me había perdonado mi ausencia el día de su boda con la Doctora Costa.
Si el local era seis veces más grande que el que yo hubiese deseado, a nadie parecía importarle que hubiera cinco veces más gente que en mis pronósticos más pesimistas, esos que había hecho contando con que nadie me hiciera caso, como al final sucedió. A pesar de la falta de música, de que aquel lugar no podía ser más opuesto al que yo había imaginado, del número total de personas presentes y de que, en cualquier caso, yo hubiese dispuesto la iluminación de forma diferente dado que me resultaba opaca en exceso, he de admitir que el ambiente general era de sosiego. Por eso me resultaban tan fuera de lugar la sucesión de discusiones con sordina que percibía entre los míos.
Muy cerca de la puerta de entrada estaban Claudia, mi esposa, y Rosalía, mi hija mayor. Aún sin lograr oír lo que se decían, intenté descubrirlo en sus gestos. Todos habíamos padecido, en algún momento, la impulsividad de Rosalía. Su carácter irreflexivo y su apego exacerbado a lo que ella considerara justo era lo que la hacía tan adorable como difícil de llevar. Con ellas, al otro lado de la puerta de entrada, como dándole forma a un comité de bienvenida, hablaban, entre medias sonrisas y gestos de contrariedad, Diego, mi hijo, e Inés, la hija de Claudia. A su lado y afanándose por intervenir en la conversación, Pablo, que había llegado a los dos años de casarme con Claudia, cuando ninguno de nosotros lo esperaba.
A solo cinco minutos de la hora fijada para comenzar, aún faltaban mis padres, aunque quién les conociera, sabía que estarían allí en el momento indicado, haciendo gala de una puntualidad exquisita. La Sra. Dorothy MacLean no llegaría tarde ni a su propia cita con el patíbulo. Si de algo se enorgullecía era de su rígida educación de las tierras altas escocesas, en la que la puntualidad constituía el menor signo de respeto al prójimo. Estaba convencido de que haría cuanto fuese necesario para superar todos los escollos que la enfermedad de mi padre le pusiera en su camino y llegarían para hacer una entrada, tan triunfal como discreta, segundos antes del momento señalado. Quien me apenaba era el Sr. Loureiro, mi padre. Su demencia senil no solo no le dejaría entender el porqué de las prisas y la necesidad obsesiva de ser puntual, sino que tampoco le dejaría discernir qué hacía allí, entre tantos desconocidos.
En lo que a mí respecta, y considerando que todo era muchísimo más formal y protocolario de lo que yo había deseado, no desentonaba ni con el boato del lugar, ni con la compostura de los presentes. Tengo dudas si era un efecto de la iluminación mortecina del local, pero hacía ya mucho tiempo que al mirarme a la cara no me veía tan joven. Aunque estaba más pálido de lo que hubiese preferido, no notaba las manchas que, ayudadas por mi pertinaz apego al tabaco, comenzaron a aparecer, como salpicadas sin orden por mi cutis, a partir de los cuarenta. Tampoco se apreciaban las ojeras que se habían instalado para no marcharse, aprovechando el abandono paulatino de las horas diarias de sueño. Tal como me gustaba, me veía bien peinado sin que se notase el fijador y perfectamente afeitado. Me observaba y disfrutaba de mi media sonrisa, que provoca la aparición de dos hoyuelos, mi mejor arma de seducción. Sería inadecuado culpar a la luz tenue de que no pudiera verme cara de buena persona, porque nunca la he tenido. Lo que en mi infancia fue una cara de niño travieso, al crecer se transformó en aspecto de hijo de puta. Para que todo estuviese perfecto, me hubiese gustado tener la oportunidad de captar mi propia mirada, pero aún sin ese detalle puedo garantizar que la maquilladora del tanatorio había hecho un trabajo excelente.