VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

53- Casa junto a las vías del tren. Por Freda

Edward, tras recorrer todo el condado en busca de una casa, encontró una gran mansión solitaria en venta. Era cara, pero con la herencia de la tía Rose, recibida por su mujer,  podrían comprarla.

Edward, pintor mediocre, que vendía sus cuadros a las grandes superficies para que los campesinos de la América profunda cubrieran sus paredes de escenas de caza, animales y paisajes, no ganaba el dinero suficiente para llevar la vida que le gustaba. Aunque se vestía delante del caballete como otro tocayo suyo, al que admiraba, no conseguía incrementar su talento.

 Debía convencer a su mujer, Mary, de que aquella casa era el sueño de su vida.

Cuando su mujer la vio, se quedó absorta mirándola.

Mary hacía cuatro meses que había superado un cuadro de ansiedad y depresión. Todavía se medicaba. Edward era su único agarradero. ¿Por qué se había empeñado en comprar aquella desolada mansión tan alejada de la ciudad donde tenían algún amigo?

-¿No te gusta?

-Sí, es muy bella, pero…

-Pero ¿es de una belleza demasiado grande y solitaria? Las cosas muy bellas, grandes y aisladas nos impresionan; no estamos acostumbrados a mirarlas.

-Está como desamparada y, a la vez, atemoriza.

-Ya verás cuando vivas en ella como poco a poco empezarás a amarla. Y desde la terraza podrás ver el ferrocarril y todo el ajetreo de los andenes de esta estación romántica. Y algún día puede que sus habitaciones y pasillos se llenes con juegos y voces infantiles.

Mary no quedó muy convencida, pero los deseos de su marido los iba convirtiendo en sus deseos. Además, siempre le había dado largas al deseo de ella de tener hijos. Si le había dicho lo de las voces infantiles…

Cuando, pasado un tiempo, ella le dijo que se había quedado encinta, él hizo como que se alegrara. Sin embargo, le daba miedo tener un hijo y que saliera tan débil y enfermizo como la madre.

Un día, Edward le dijo:

-Me han llamado de la Asociación; nos han invitado a diez pintores del condado a participar en unas clases de pintura que va a impartir un maestro de la escuela Ashcan en un retiro de la montaña. Serán solo unos días. No puedo desaprovechar la ocasión. Lo comprendes, ¿verdad, cariño?

A Mary se le ensombreció la cara.

-Ya sé, cariño, que no te gusta estar sola, pero, mira, te dejo el coche. Yo no lo voy a necesitar. Cogeré el tren de las ocho. Dentro de cinco días, bajarás con ilusión a esperarme al andén, como hace tiempo que no nos esperamos, con esa alegría en los ojos tan especial que tienen los que esperan la llegada de un familiar en las estaciones de ferrocarril; luego, estaré contigo de nuevo para no separarnos nunca más.

Edward la llamó el primer día diciendo que había llegado bien.

Habían pasado seis días y no tenía noticias de él.

Hizo algunas llamadas a amigos, pero nadie sabía nada.

Ahora forma parte de la larga lista de los que salen un día de casa y no regresan.

Todas las mañanas, Mary se asoma a la terraza para ver llegar la orgullosa máquina blanquiazul, de cuyos vagones descienden los pasajeros, que ofrecen la mano, brazos, caras y labios para que sean recibidos por los de otros en los andenes. Muchos exhiben sonrisas; algunos, solitarios, caras serias…

Luego, el tren se marcha con  nuevas ilusiones y esperanzas; deja alguna lágrima… Ella cierra la suya de la mañana.

A la tarde, de nuevo saca la esperanza al balcón para ver cómo otra arrogante máquina violeta se para. De nuevo los pasajeros descabalgan; luego, el tren se marcha, a la vez que su esperanza.  Cierra la ilusión de la tarde, corre las cortinas, se sienta, desciende la mirada y se pone a tejer una chaqueta rosa de bebé.

Por las noches acaricia su alto vientre tenso mientras piensa en los raíles por donde se deslizan las máquinas y sus esperanzas.

Una mañana se asoma a la terraza antes de lo acostumbrado. ¡Un hombre, con gabardina sombrero y gafas oscuras, está en el andén pintando tras el caballete! Mary se frota los ojos, que se empapan de lágrimas. ¡Es él!

Baja temblando. Con una cortina de niebla en las pupilas, atraviesa el paso subterráneo y sale tras la espalda del pintor; se queda inmóvil, alelada. ¿Vive ella en aquella mansión de una belleza tan distante? ¿Es su casa la que muestra la tela? Los colores  planos, fríos; las sombras, cortantes, marcadas como amenazas, y arriba en el tejado una chimenea roja de sangre coagulada, como si a la casa de plomo se le hubiera escapado la vida por aquella arteria. ¿Le han enseñado los de la escuela Askan a pintar de esa manera? Mary se acerca temblando al pintor y le toca en el hombro.

-¡Edward! -le dice en un susurro.

El pintor se da la vuelta y mira el rostro de la mujer, que palidece.

-¿Nos conocemos, señora?

-Usted perdone -balbucea asustada.

-Me llamo Edward –le dice el pintor.

Pero ella ya sólo oye el ruido de la máquina blanquiazul, que se acerca, que la llama; la mar y nieve se torna grana.

Al día siguiente le llega un mensaje a Edward, alojado en un hostal de Monterrey con el nombre de Frank Millan.

“Si los artistas pintaran nuestras casas con pinceles, se revalorizarían, pero las máquinas conducen nuestras vidas y, a veces, las aniquilan”.

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