VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

71-El sastre y el rey. Por Mr. Kinney

 (basada en hechos reales)

          La Plaza de Oriente era un hervidero de gente, parecía como si de forma silenciosa toda la ciudad se hubiera puesto de acuerdo para concentrarse en el mismo lugar. Pero se trataba de un hecho espontáneo, parecía como si los madrileños pensaran todos con un mismo cerebro. La sastrería Herranz, en la calle del Arenal, no permanecía ajena a lo que ocurría a su alrededor; desde primera hora no paraban de recibir a clientes solicitando tela morada, que a media mañana ya se había agotado en toda la ciudad. 

         Jose no había podido sentarse ni un solo momento, las últimas horas habían sido agotadoras, primero por la movilización que desde el partido socialista se había hecho de todos sus afiliados, y segundo por el continuo ir y venir de gente en la sastrería. A las doce de la mañana, el dueño decidió echar el cierre. Los gritos de la plaza le estaban volviendo loco. Por fin pudo sentarse a descansar. En la trastienda aún estaba sobre la mesa de patronaje su último trabajo. 

         “No sé muy bien qué hacer con este traje”,  pensó “tan sólo está hilvanado, no me ha dado tiempo a dar una sola puntada del pespunte. Está hecho a medida, no creo que lo podamos vender a otro cliente. En todo caso se podría arreglar a alguien más bajito, pero no quedaría bien, además, una tela tan buena… Demasiado caro”. 

         –   Jose, ven un momento –la voz de su jefe interrumpió sus pensamientos–, ayúdame a tapar el letrero de la entrada.

         –   ¿Ahora?

         –   Sí, cuanto antes mejor.

         –   ¿No será mejor esperar a que se marche todo el mundo?

         –   No, no sabemos si toda esta gente se va a limitar a dar voces o van a destrozar todo lo que les venga en gana, así que ¡hala! coge la escalera y sígueme. 

         Ambos se dirigieron a la puerta principal, sobre la  que se podía leer “Sastrería Herranz“ y justo debajo “Proveedor de la Casa Real”. Taparon la última parte con una bandera roja, amarilla y, como no, morada. 

         –  Hijo, tómate el resto del día libre, tienes mala cara y no me extraña, se avecinan malos tiempos. 

         Jose no se atrevió a decir a su jefe que sus ojeras se debían al hecho de llevar más de dos noches sin dormir por sus actividades políticas. No quería disgustarle, así que se limitó a asentir y a entrar en la tienda para recoger sus cosas. 

         Volvió a echar una mirada al traje, era un trabajo magnífico, paño inglés, corte impecable, ojales cosidos a mano… Únicamente faltaba terminar de ensamblar las piezas, era una verdadera lástima que no llegara a su destinatario. Sin duda, era su mejor cliente aunque nunca le había visto, un empleado de Palacio les llevaba las medidas y les indicaba el color y la hechura, eso era todo, o al menos así había sido desde que entrara de aprendiz cuatro años atrás, al convertirse en oficial de primera poco a poco se había ido ocupando de confeccionar todos sus encargos, hasta el punto de que prácticamente trabajaba para el Rey. 

         Nunca supo exactamente qué fue lo que se le pasó por la cabeza, pero sin pensarlo cogió el traje y se encaminó hacía el Palacio Real. Para evitar la muchedumbre, que en ese momento estaban diciendo “que se vaya el Rey pero que se quede La Chata”, subió por el pasaje de San Ginés hasta la calle Mayor, y tras bajar por Bailén pudo llegar hasta el patio de armas de Palacio. 

         –  Oiga, ¿dónde va? No se puede pasar.

         –  Mire, soy Jose Pérez, trabajo en la sastrería Herranz, aquí al lado, en la calle Arenal; su Majestad nos había encargado un traje hace apenas quince días, no me ha dado tiempo a terminarlo, pero como se comenta que se va a ir de viaje –realmente sabía por el partido que abandonaba el país–, he pensado que a lo mejor quería llevárselo.

         –  Pero usted se piensa que soy imbécil, cómo sé que no es un subversivo.

         –  Pregunte a Matías, él me conoce.

         –  ¿Matías?

         –  Sí, alto, moreno, delgado, de unos treinta y pico, con bigote y perilla.

         –  Espere. 

         Cinco minutos después el guardia aparecía acompañado de Matías, el ayuda de cámara del Rey.

         –  Jose, por Dios, pero qué hace usted aquí un día como hoy.

         –  Traigo el último encargo, aunque está sin terminar.

         –  Pero, hombre de Dios, cómo se le ocurre.

         –  Ante todo hay que ser profesional, y yo entrego los encargos que se me hacen.

         –  Bien –dijo Matías con una sonrisa de medio lado–, acompáñame. 

         Jose le siguió por diversas estancias de Palacio, las mismas que años después enseñaría a sus hijas y nietos, y observó curioso como Matías apartaba un tapiz dejando a la vista la entrada a unas escaleras de caracol que daban lugar a una pequeña sala de estar. 

         –  Espera aquí. 

         Jose se quedó esperando, de pie, con miedo a sentarse, sosteniendo aún el traje entre sus brazos. Oía voces tras la puerta, no conseguía oír lo que decían. Al cabo de unos cinco minutos, se abrió la misma puerta tras la que había desaparecido Matías, pero en su lugar quien entró fue para su sorpresa Alfonso XIII. 

         –  Como comprenderá, no esperaba visita.

         –  Yo, yo… solo quería entregarle su último encargo. Es un traje demasiado bueno como para que no se lo lleve, sería una lástima. Está hilvanado, cualquier sastre se lo podrá acabar.

         –  Sí, pero dudo mucho que encuentre alguno como usted. ¡Matías!

         –  Sí, Majestad.

         –  Páguele.

         –  Sí señor. 

         entregó a Jose un sobre, y éste le dio el porta traje. 

         El Rey se dirigió a Jose. 

         –  Ésto es para usted – dijo mientras extendía la mano – gracias. 

         Hasta que se vio en la calle no se sintió con fuerzas para ver a cuánto ascendía la propina, y casi se cayó de la impresión al ver que eran DOS DUROS; es decir, más del doble de lo que ganaba en un mes. En la Plaza estaba viendo a muchos de sus compañeros del partido ondeando banderas republicanas, pero no se sintió con fuerzas para acompañarles, mejor se iba casa, a meditar en el hecho de si se podía ser socialista y monárquico. 

         La Plaza de Oriente era un hervidero de gente, parecía como si de forma silenciosa toda la ciudad se hubiera puesto de acuerdo para concentrarse en el mismo lugar. Pero se trataba de un hecho espontáneo, parecía como si los madrileños pensaran todos con un mismo cerebro. 

         Alfonso no había sido consciente de lo que se avecinaba. Malos consejos, malas decisiones, le habían abocado irremediablemente al desastre que ahora se le presentaba en forma de una muchedumbre enfervorizada que le exigía el destierro ante las puertas del hasta entonces su Palacio. ¿En qué momento comenzó a errar su destino? ¿Cuáles fueron los hechos que le habían llevado a esta situación? Daba igual, ya no había vuelta atrás. 

         No podía apartar la vista de la Plaza de Oriente. ¿De verdad le odiaba tanto su pueblo? la concentración era masiva. Su fiel Matías había comenzado a preparar el equipaje, no iba a esperar a que entraran por la fuerza a echarlo, se marchaba él. 

         Apenas había recibido algún mensaje de apoyo; “es increíble como cambian las simpatías de las personas conforme soplan los vientos del poder”, pensó. 

         Estaba mirando a través de una ventana, amparado tras el anonimato de la cortina, cuando Matías entró interrumpiendo su ensimismamiento. 

         –  ¿Majestad?

         –  Sí, ¿ya está todo listo?

         –  En breve lo estará, pero no se trata de eso. Verá, Jose el oficial de Herranz que se encarga de sus trajes, está aquí.

         –  ¿Y qué quiere? – dijo con sorpresa.

         –  Nada, únicamente trae el último encargo que se le hizo.

         El Rey no salía de su asombro, prácticamente todos cuantos le habían rodeado y agasajado durante años habían desaparecido y, sin embargo, un humilde sastre aparecía de repente, sin duda tras abrirse paso entre la gente, para llevarle un simple traje. Cayó en la cuenta de que al cabo de tantos años ni siquiera conocía a ese hombre. Encargaba los trajes a través de su ayuda de cámara, hasta le llevaban las medidas, hasta ese punto había estado desconectado de la realidad. 

         Sin pensarlo dos veces se dirigió a la sala en la que le esperaba el sastre, qué menos que recibirle en persona, sin darse cuenta de que siquiera recordaba su nombre. Era mucho más joven de lo que había supuesto, apenas tendría unos veinte años, y se notaba a la legua que estaba más asustado que cohibido. 

         –  Como comprenderá no esperaba visita.

         –  Yo, yo… solo quería entregarle su último encargo, es un traje demasiado bueno como para que no se lo lleve, sería una lástima. Está hilvanado, cualquier sastre se lo podrá acabar.

         –  Sí, pero dudo mucho que encuentre alguno como usted. ¡Matías!

         –  Sí, Majestad.

         –  Páguele el traje.

         –  Sí, señor.

         Matías entregó a Jose un sobre, y éste le dio el porta traje. 

         El Rey se dirigió a Jose. 

         –  Esto es para usted –dijo mientras le extendía la mano–, gracias. 

         Le había dado dos duros como propina, más de lo que costaba el traje, porque su verdadero trabajo había consistido en mostrarle con aquella visita la clave de todos sus errores.

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