El horario de salida normal del instituto era a las dos y media y ya pasaban de las tres. Dos figuras, esperando que alguien viniese a recogerlos, se distinguían junto a la verja cerrada. Había sido día de examen. Los dos tenían la misma edad pero, al estar en dos cursos distintos, jamás se habían dirigido la palabra. Era un día caluroso. Ella dio un suspiro y se recogió el pelo en la nuca. Él se quedo mirándola y se fijó en que detrás de la oreja izquierda tenía un pequeño tatuaje en tinta negra: una clave de sol.
–¿Qué significa? –preguntó él.
–¿El qué?
–El tatuaje.
–No significa nada.
–¿Por qué lo llevas en un lugar donde nadie puede verlo?
–En algún sitio tenía que llevarlo –respondió ella con fastidio.
–¿Te molesta que te pregunte?
Ella entornó los ojos hacia el asfalto gris y endureció el semblante. Él se quedó mirándola fijamente.
–Es una historia muy triste.
Por la calle apenas pasaban vehículos. El Instituto Pico de Águilas estaba apartado. Edificado en un promontorio al lado del núcleo urbano, se había construido recientemente en una zona despoblada, con mucha premura debido al aumento de población.
–¿Es una clave musical?
–Sí.
– ¿Te llamas Xenia?
–Sí.
–¿Por qué no quieres hablar del tatuaje?
–Todo el mundo me pregunta lo mismo.
–Si no quieres, no tienes porque contarlo –dijo él con desdén.
En la comisura de los ojos de Xenia, él creyó ver una lágrima contenida. Luego se puso a martillear con los dedos de la mano en el muslo, para hacer patente su indiferencia.
–Mi madre era pianista y yo toco el piano desde los seis años. Ella me inculcó el amor por la música. Era la persona más cariñosa del mundo. No recuerdo haberla visto enfadada jamás. Cuando yo tenía once años ella nos abandonó. Sólo dejo una nota en la que decía que no podía seguir con nosotros, sin más explicaciones. Mi padre quedó destrozado y al ser yo la mayor, me tocó hacer de madre de mis hermanos.
–Pero, ¿tú no tenías un hermano mayor que se llamaba Guillem?
–Te confundes de Xenia, esa se apellida Castro. Pero si quieres que te lo cuente –añadió tajante y mirándole a los ojos–, no me interrumpas.
–Lo siento, no te quería cortar.
–¡Joder! –dijo ella con rabia.
Se hizo un silencio tenso. Parecía que ella no se atrevía a continuar. Él no se atrevió a hablar hasta que pasaron unos segundos que les parecieron más.
–Te he dicho que lo siento.
–Entiende que me cuesta trabajo hablar de esto –dijo ella.
–Perdona. Sigue por favor.
–Tras su marcha, odié a mi madre con toda mi alma y lo pagué con el piano. Deje de tocarlo y quise olvidarla. Tiré todas las partituras que me dio. También las pequeñas notas que ella me dejaba en mi cuarto con versos que luego yo aprendía de memoria. Escondí y me escondí de todo lo que me recordase a ella, aunque en sueños ella se me seguía apareciendo. No podía aceptar que se hubiera ido así, sin decir nada, sin despedirse de mí.
–Vaya palo. ¿Y el tatuaje?
–Hace un año, al cumplir los dieciséis, mi padre me explicó la verdad.
Hizo un silencio buscando la respiración mientras él la miraba con atención.
–Mi madre nos abandonó porque estaba muy enferma. Le habían diagnosticado una grave enfermedad degenerativa.
–¿Cuál?
–Una atrofia supranuclear múltiple.
–No la había oído nunca.
–Es una enfermedad muy rara. No tiene cura. La rapidez de su progreso es distinta en cada caso. Ataca sobre todo a los enlaces neuronales: las sinapsis. También destruye tejidos celulares y en poco tiempo te conviertes en un ser que no es consciente de sus actos. No reconoces a nadie y a duras penas puedes controlar tus necesidades biológicas. Acabas convirtiéndote en un vegetal. Mi madre no quería que la viéramos así. Lo arregló todo para que la ingresaran en una clínica en el extranjero. Sólo lo sabía mi padre. Cuando me lo explicó entendí por qué siempre me hacía callar si hablaba mal de ella y supe que el viaje de negocios que hizo un año después del abandono, se debió en realidad a la muerte de mi madre. ¿Entiendes lo que debieron sufrir mis padres? Por eso me hice el tatuaje, para no olvidarlo nunca. He vuelto a tocar el piano y quiero ser médico para especializarme en enfermedades neurodegenerativas.
Permanecieron inmóviles por un instante sin que ninguna mirada se cruzase.
–Mi madre dejó escrita una carta dirigida a mí–prosiguió Xenia–, supongo que cuando todavía estaba bien. Me la dio mi padre al explicármelo todo.
–¿Qué decía?
–Aún no he tenido el valor suficiente para leerla. Me siento culpable por haberla odiado. Algunas noches me despierto llorando y me quedo mirando ese sobre cerrado. El día que pueda perdonarme la abriré.
Se llevó las manos a la cara para ocultar su rostro. Él respetó su intimidad y al cabo de un rato añadió.
–No es tu culpa.
–No puedo evitar sentir lo que siento –dijo quitando las manos de la cara y manteniendo los ojos cerrados, en un gesto que él interpretó de impotencia.
–¿Y por qué llevas el tatuaje casi oculto?
–Porque es algo mío, sólo mío. Es mi dolor. No lo quiero compartir. Además la gente sólo me pregunta por morbo. Sin conocerme de nada me abordan con una curiosidad cruel.
Volvió a caer el silencio entre los dos. Ella quedó cabizbaja mirando al suelo mordiéndose los labios. Él la miró pensando que estaba a punto de echarse a llorar.
–Podrías inventarte una historia, como si fuera un escudo para proteger tus sentimientos. Podrías contarla cuando no quisieras explicar la verdad –le dijo él como si hubiese descubierto la piedra filosofal.
Ella le miró, le sonrió y movió la cabeza hacia los lados como si negase. Se oyó el ruido de un coche acercarse. Era un coche rojo que se detuvo al lado de ellos. Xenia corrió y abrió la puerta trasera. El conductor era un joven de unos dieciocho años y a su lado había una mujer con gafas de sol que rondaba la cincuentena.
–Hola –le dijo con ternura la mujer–. Me ha sido imposible venir a buscarte antes porque he tenido que pasar a buscar a Guillem. Así nos hará de chofer.
–Hola mama –respondió Xenia.