VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

89- El Palmípedo. Por Jara Maga

           Llevaba semanas con la pregunta rondándole la cabeza -casi desde que empezó a trabajar como recepcionista en el Museo-, pero nunca reunía el valor necesario para formularla. Ese miércoles, sin embargo, Idoia se había jurado a sí misma que de hoy no pasaba. Sí, aprovecharía cuando el viejo, al terminar su visita, le entregara el acostumbrado ramillete de flores amarillas.

           Previó el jarrón de antemano –una pieza de poco interés abandonada entre teselas descoloridas  y cobrizos restos de terracota- y, mientras lo colocaba en lo alto del mostrador, junto a los catálogos de la exposición, le soltó como quien no quiere la cosa:

          -Perdone…, ése cuadro… ¿fue usted quien lo donó al Museo, verdad?

          El hombre la miró sorprendido, sin disimular la tristeza que impregnaba su alma.

          -Sí. -contestó escuetamente- Necesitaba desprenderme de él.

          -Sin embargo…debe tenerle mucho cariño…Perdone si le parezco curiosa…o entrometida…, pero le he observado cuando se sienta frente a él y lo contempla detenidamente,  cuando creyéndose a solas le susurra entre sollozos, cuando…

          -Es usted muy observadora –atajó, visiblemente molesto- ¡Debería dedicarse a la pintura!

          -Discúlpeme. No pretendía importunarle, pero es que cuando le veo así…-dudó un segundo, pero enseguida se recompuso. Ahora que por fin se había decidido no era cuestión de achantarse- me pregunto qué poderoso motivo pudo llevarle a renunciar a un objeto tan querido.

          -Ya se lo dije. Necesitaba desprenderme de él.

          Leyó en sus ojos que la respuesta no le había convencido -también sabía ser observador-, pero no le importó, y dejó a aquella mujer menuda, de mirada gris perla e incipientes patas de gallo –debe de tener cuarenta y tantos, calculó- con la palabra en la boca y la incertidumbre en el pecho.

           Con la indulgencia que otorgan los años, encaminó sus pasos hacia la puerta giratoria, y, resignado, se dispuso a escuchar el pitido del detector de metales delatando su prótesis de cadera. “¡Mierda, esto es insufrible!” se le oyó mascullar entre juramentos mientras atravesaba el vidriado escudo. Después salió a la calle -igual de ruidosa, igual de insufrible- que le devolvía a su rutina. Tras recorrer varios metros se detuvo inesperadamente, giró ciento ochenta grados y deshizo, con inusual agilidad, el camino andado. Al colarse por la puerta de salida la alarma enloqueció de nuevo, y el guarda de seguridad lo miró desconcertado. Idoia, desde el mostrador, esperanzada.

          -¿Estará usted aquí el próximo miércoles?- le preguntó a bocajarro.

          -Sí, por supuesto.

          -Si me promete desactivar este chisme cuando salga…se lo cuento.

          -¡De acuerdo!- Idoia asintió alargando la mano para sellar el trato, pero él no le ofreció la suya; se limitó a dar la vuelta y a salir a la calle, acompañado ¡cómo no! por la impertinente alarma.

          Puntual a su cita, regresó una semana más tarde. Bastante contrariado por no encontrar tras el mostrador a su fiel observadora, hizo caso omiso de la recomendación del nuevo conserje: “Deje aquí las flores, por favor, no se puede entrar a la exposición con ellas”, y tras negarse a mostrarle el carnet “ella nunca me lo pide”, argumentó, entró al Museo. Atravesó varias salas hasta llegar a la que albergaba su cuadro; para él, a pesar de todo, seguía siendo su cuadro, pero sólo se detuvo en el umbral de la última.

           Le sorprendió encontrarla allí. Le sorprendió y le gustó. En todo ese tiempo, era la primera vez que descubría a alguien sentado en aquel banco, “su banco”. Sorpresa y agrado se vieron empañados, sin embargo, por un fugaz pensamiento contradictorio que, consciente o inconscientemente, se le cruzó en la cabeza, y es que, aunque por un lado le agradaba verla allí, por otro no podía evitar cierto desasosiego, cierta zozobra. Era como si le estuvieran robando algo. Peor aún, como si le hubieran descubierto.

          -Le estaba esperando –dijo Idoia a modo de saludo.

          -Además de observadora, es usted muy obstinada- respondió el viejo.

          -Sí, lo soy.

          Se apartó hacia un lado para hacerle sitio. Durante un par de minutos permanecieron juntos, quietos, mudos.

          -Es extraño observarlo junto a otra persona… que no sea ella.

          -¿Ella?

          -Sí…la mujer del cuadro… mi madre.

          Las palabras salían entrecortadas. Se palpaba el dolor atragantado, aún sin digerir, como una bola de pelo en el estómago incapaz de ser atacada por los jugos gástricos. Y se palpaba, además, la necesidad de vomitarla.

          -Había un banco…-prosiguió al cabo de unos segundos-, no tan moderno como éste, pero quizá más cómodo… Poníamos detrás, a modo de respaldo, un viejo colchón de lana y nos recostábamos a contemplarlo… Entonces no tenía un marco tan lustroso, y reposaba humildemente sobre el suelo del desván… Ella decía que le gustaba mirarlo porque le recordaba tiempos mejores, cuando aún era joven y hermosa…

          Hizo una breve pausa. Inspiró hondo. Soltó el aire despacio, y tras comprobar que su interlocutora no tenía intenciones ni de interrumpir su perorata ni de conformarse con la primera entrega, continuó.

          -Durante esos momentos olvidaba regañarme por  mis travesuras y me acurrucaba con una ternura que jamás he vuelto a sentir en brazos de una mujer. Sí. Era cierto que estaba hermosa. Con aquel vestido turquesa que le dejaba los hombros al descubierto, con aquella pose lánguida y despreocupada, con aquella mirada ávida de sensaciones y con aquel ramo de margaritas amarillas…

          Llegado a este punto, calló de nuevo y tomó una gran bocanada de aire, pura necesidad fisiológica; ni él mismo podía creerse la “carrerilla” que había cogido. Después, prosiguió.

           -Yo nunca la había visto así, y no me refiero al vestido, sino a lo demás. Nunca la había visto despreocupada ni ávida de sensaciones. Una madre jamás puede permitirse esas licencias, y ella no fue una excepción. De hecho, era la única que se preocupaba por mí cuando regresaba del colegio llorando como una Magdalena, abochornado por las despiadadas burlas de mis compañeros, jurando que jamás volvería a  salir de casa…

          Ladeó la cabeza hacia su compañera de banco. Seguía en silencio, pero en sus facciones, la curiosidad inicial había mudado en demanda. Una mezcla de intriga y respeto que revelaban la elegancia innata de su rostro. Un rostro transparente, sin colores ajenos. Un rostro hermoso.  Comprendió entonces que no era momento de andarse con remilgos, así que depositó el ramo de flores en el suelo y, con mucha delicadeza, se quitó las manoplas. 

          -Se trata de un defecto congénito –explicó mostrando aquellas manos con un número indefinido de dedos-. Los dedos están fusionados, como los de las aves. Su nombre científico es Sindactilia, pero ellos me llamaban “El palmípedo”.

          No se atrevió a mirarla. Temía toparse  con aquella expresión de asco jamás asimilada. No, no lo había superado. Probablemente no lo haría nunca, pero le dolía muchísimo más cuando la descubría en alguien por quien sentía afecto. Y acababa de darse cuenta de que por aquella mujer curiosa, obstinada y hermosa, empezaba a sentir un afecto carente de toda lógica. Tal vez fuera esa misma lógica -ilógica e irracional-, la que motivó que Idoia tomara aquellas manos trémulas e informes entre las suyas, las acercara a su rostro y lo embutiera en ellas impregnándose de su esencia.

          -Están suaves- dijo sin dar mayor importancia a su gesto.

          Su voz sonó igual de suave. Con una suavidad sin flecos ni dobleces. Una suavidad que devolvió a aquel espíritu, doblegado por el peso de toneladas de humillaciones, la ingravidez necesaria para seguir buceando entre sus recuerdos.

          -¿Quién lo pintó?

          -Mi padre. Mi verdadero padre, no aquel impostor que me daba una paliza cada vez que comprobaba mi incapacidad para reparar un simple pinchazo de la bici, no aquel cabrón que humillaba a mi madre  bajo cualquier pretexto, no aquel borracho que se empotró contra una farola dejándome huérfano a los trece años, cuando más la necesitaba…

          Rabia, sí. Rabia acumulada durante años afloraba ahora con la  efervescencia de una botella de champán recién agitada. Levantó su mirada. Y la fijó, para seguir hablando, en uno de los pliegues del vestido turquesa.

          -La tarde anterior al accidente estuvimos en el desván, contemplando el cuadro. Ella me acurrucaba, como siempre, tratando de ser el bálsamo de mi alma herida, y yo, como siempre,  me dejaba hacer. Pero ese día le noté diferente. No sé, había algo en su mirada, en sus caricias, en su forma de hablar… “Él tampoco lo tuvo fácil, me dijo refiriéndose al autor del cuadro, pero era muy observador, y obstinado, muy obstinado”. Trató de animarme comparando mis manos deformes con los obstáculos que aquel misterioso personaje había superado hasta llegar a ser un afamado pintor. Pero no quise escucharla. No encontraba sentido  a sus palabras. “Cuando yo muera -dijo como presagiando su futuro inmediato- tú heredarás este cuadro. Ponlo en algún lugar donde observarlo con calma, para que yo, allá donde esté, pueda transmitirte esa misma calma.”

          -¿Fue entonces cuando lo trajo aquí?

          -No, fue mucho más tarde. Al principio lo dejé en el desván, después, cuando fui a vivir con mis abuelos lo empaqueté en espera de una ubicación apropiada, y finalmente, al independizarme, lo coloqué en el nuevo piso, frente a mi cama. Cada 7 de agosto, por su aniversario, iba al cementerio. Siempre me extrañaba encontrar allí, junto a su tumba, un ramo de flores marchitas. Imaginaba que serían de algún pariente lejano, con los que yo había perdido todo contacto. Hace cinco años un contratiempo me impidió acudir el día acostumbrado, así que fui al siguiente. Eran las tres de la tarde. Lucía un sol de justicia. Caminaba entre lápidas, panteones y flores de plástico cuando, a pocos metros de alcanzar el nicho de mi madre, distinguí a un hombre, un anciano, que agachado en el suelo trataba de recomponer unas flores desparramadas. Me pareció curioso que siendo los dos únicos habitantes animados de aquel desolador paisaje nuestros muertos estuvieran tan contiguos. Seguí acercándome. Despacio. A punto de alcanzarle, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi corazón dejó de latir, mis pulmones se colapsaron. Quedé allí, petrificado, una estatua más entre aquellas que custodiaban los panteones… El hombre acababa de levantarse y depositaba el ramo, ya recompuesto, sobre la lápida de mi madre. Eran margaritas amarillas. Sus manos… sus manos llevaban unas manoplas como éstas… 

          Extendió las suyas y se sorprendió al encontrarlas desnudas. Llevaba un buen rato sin manoplas y ni siquiera se había percatado de su ausencia. Una sensación nueva, reconfortante, liberadora. Y así, liberado del último poso de vergüenza, remató su explicación.

           -Cuando regresé del trance, cuando mis músculos volvieron a obedecerme, salí de allí despavorido, como si hubiera visto al mismísimo Diablo. Llegué a casa. Descolgué el cuadro. Me sentía furioso, confundido, traicionado. Toda mi vida había sido una farsa,  y ella… ¡ella el artífice del engaño…! Aún no sé cómo fui capaz de traerlo al museo, ¡a punto estuve de destrozarlo!

          Siguió un silencio. Sepulcral. Reparador. Necesario. Después, volvió a inspirar hondo y a soltar el aire muy despacio. No, ya no había rabia.

          – Tal vez si aquella tarde la hubiera escuchado…pero no, no lo hice… estaba demasiado ofuscado compadeciéndome de mí mismo…Por eso vuelvo. Porque necesito escucharla, comprenderla, perdonarla… 

          Terminada su exposición comprobó con discreto júbilo como en el rostro de Idoia, disipado ya todo poso de curiosidad, había germinado un requiebro de ternura, ¿pincelado con una chispa de admiración?  ¡Quién sabe…!  En cualquier caso, nada que ver con la insoportable compasión que otras veces, en otros rostros, había despertado su historia.

          -Aquí puede observarla con calma -habló la voz suave, la mujer observadora, obstinada, hermosa-, como ella quería, y tal vez así pueda transmitirle esa misma calma que tanto necesita.

          -Sí-asintió- Creo que ya lo ha hecho.

          Y sin rastro alguno de pudor, en un gesto tan inusual en él como ancestral en los demás, le ofreció la mano.

          -Iñaki -dijo-, me llamo Iñaki.

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