(Para todos aquellos que aman el alpinismo en su estado más puro)
Aquí terminan esas cicatrices que desgarran la tierra para que el hombre pueda
transportar su bagaje de máquinas
con las que construye sus gigantescas torres de Babel y sus templos dorados.
Ya no hay ruido de motores.
Se acabaron los mercaderes del templo con su parafernalia y sus disfraces.
Se acabó el culto a la vanidad, y a esa enmascarada lujuria,
los espacios asépticos desde donde éste dirige sus milagros de maquillaje y purpurina.
No hay cobertura.
No hay computadoras que lo controlen todo
-ese todo que en realidad, no es nada-.
No hay ni siquiera un enchufe o un cable que nos conecte a ese entramado de sondas
que nos mantiene adormecidos
en un sueño que no es de Morfeo.
Hasta aquí viene el hombre para contemplarse a si mismo desnudo
y comprobar que sigue siendo de carne y hueso,
de emociones y sueños.
Aquí es donde choca de frente contra el tiempo y la eternidad,
y de pronto se da cuenta de que ha estado alejado de su propia naturaleza, a la que ahora tan solo es capaz de asomarse fugazmente
para después seguir inyectándose su dosis de “bienestar” y olvidarse de que
todo lo que ha creado,
no es nada más que una estación efímera.