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VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

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137- El cocherón de Baudilio. Por Kobver

No podía creer lo que su primo le estaba anunciando. Su primo carnal, a fin de cuentas. El pánico se adueñó de sus pensamientos, no estarás hablando en serio, ¿verdad?, se sintió perdido, desconcentrado. ¿Qué iba a ser de él si únicamente había aprendido a manejar el proyector? Huérfano. Si él sólo entendía de cine, si no sabía de nada más. Si las películas son toda mi vida. Al parecer, no había vuelta atrás: su primo había decidido destinar el cocherón a otros menesteres más provechosos y a Baudilio le resultaba imposible dar crédito a lo que sus oídos escuchaban. Su primo carnal, para mayor tragedia. Triste. Los pases dejaban poco margen, por lo visto. Y menos en esta ciudad de pobretones, más preocupados siempre por sobrevivir que de soñar. A Madre le habría gustado presenciar este momento, pensó Baudilio con amargura. ¿Cómo podré ganarme ahora la vida si en los últimos treinta años no he hecho otra cosa que estar pegado al proyector y no quitar ojo de la pantalla? Y dejar volar la imaginación, por encima de todo.

El primo de Baudilio quería probar suerte con algún negocio que fuera más rentable para poder jubilarse con cuatro duros en el bolsillo, cuatro duros que no les extraía a los pases de las películas, programa doble los domingos, a las tres y a las seis. A pesar de que Baudilio no demandaba casi nada. Le era suficiente con estar mantenido, simplemente pedía eso. Además de la libertad para escoger los títulos que se proyectaban, claro. Si bien por atender la taquilla y hacer de acomodador también me saco unas pesetillas con las propinas. Magras, pero propinas al fin y al cabo. Que para algo soy yo el que tiene que poner y quitar las sillas todos los santos días. Nada, en realidad, bien mirado.

Mientras amontonaba y recogía las banquetas de madera –duras como piedras, pulidas por el uso-, a Baudilio siempre le invadía la misma obsesión: a él le habría encantado emular a los héroes del cine negro, ésos que nada más entrar en un bar de dudosa reputación –un velo de humo en suspensión difuminando los rostros de los presentes- saludan a los compadres con un inapreciable arqueo de ceja (o, a lo más, asiendo el ala desgastada de su sombrero) y sin necesidad de pronunciar palabra alguna, ésos a quienes el encargado conoce por su nombre y les conduce a una mesita que espera vacía al fondo del establecimiento, por supuesto en penumbra y por supuesto alejada del bullicio que montan los actores de reparto, ésos a los que sirven lo de siempre sin tener que pedirlo. Quién pudiera comportarse de esa forma, pensaba Baudilio justo antes de que se desvaneciera la imagen fraguada dentro de su mente, ojalá fuera yo uno de ellos.

Tales iconos del cine eran los que habitaban las ensoñaciones de Baudilio. Personajes ideales, sin miedos ni dudas, que daban sentido a un mundo perfecto de fantasía. Los que Madre desde niño intentó sacarle de la cabeza por todos los medios. Los que por desgracia sé que nunca lograré encarnar. Cuyas ficticias vidas de libreto se insinuaban más apetecibles de ser vividas que la solitaria existencia de un cincuentón corto de vista, tímido y sonriente. Porque decía que le tenían sorbido el seso y le habían robado la juventud. Porque no conozco ni un solo bar de dudosa reputación cerca del cocherón y el alcohol me provoca acidez de estómago. A quienes culpaba absurdamente por haberla privado de convertirse en abuela. Y mucho menos me conocen por mi nombre, a mí, que siempre me he encargado de ocultado. Sin reparar en lo dichoso que se sentía Baudilio parapetado en su puesto, escuchando el ronquido familiar de la vieja maquinaria en funcionamiento, comprobando el mágico fluir de sus escenas preferidas. Incesante. Gracias a Dios. Infinito. Sin necesidad de salir a la calle, tan sólo para recoger las sillas. Viviendo sin miedos ni dudas –él también- al menos durante sus cien minutos de metraje. Maravilloso.

Ella me quería mucho. Baudilio evoca un recuerdo dulce, agradable, lejano. La memoria de una gratitud en la que siempre persistía algún recodo en tinieblas. Aunque Madre estaba equivocada, admitió Baudilio. Ella nunca entendió que apartarle del cocherón habría supuesto condenarle a la desdicha y él nunca supo interpretar que sus desvelos encarnaban la decisión de quererle a su manera. A su pequeño. A su único hijo. Al que debería haberla dado una nietecita. En lugar de a la manera de Baudilio, que consistía en imaginar que había sido bautizado con otro nombre. Un nombre apropiado para un galán de película en blanco y negro: exactamente la clase de hombre sin pasado ni futuro –ni ataduras de clase alguna- que sabe cómo tratar a la bella protagonista; que domina la técnica de mascullar monosílabos en un idioma extranjero al tiempo que fuma displicente –el centelleo de la lumbre horadando la oscuridad- un cigarrillo apenas colgado de los labios; que se asoma al mundo desde el refugio de sus gafas de cristales ahumados con un escepticismo que le brota de las entrañas. Algo inalcanzable -alguien inalcanzable, en realidad- para quien no se llamaba Mike ni John sino Baudilio, no es lo mismo, suena diferente, con este nombre no se va a ninguna parte (aunque Madre le había insistido una y otra vez en que hacía de él algo especial, Baudilio nunca acertó de pequeño a descifrar si cargar con ese nombre constituía lo mejor o lo peor que le había sucedido en su vida; cuando creció, despejó todas sus dudas con resignación). Para quien se ahogaba entre toses irreprimibles cada vez que aspiraba un poco de humo, la asfixia crónica debe de ser una dolencia contra la que están inmunizados los guionistas de cine porque a ninguno se le ocurrió nunca atribuírsela al tipo duro que, justo antes de que comenzaran a desfilar los títulos de crédito, se quedaba –merecidamente, sin duda- con la chica. Para quien, en definitiva, portaba gruesas lentes de miope en lugar de gafas oscuras, inútiles por demás para trabajar en la semipenumbra del cuartito de proyecciones.

Baudilio no podía creer lo que su primo había hecho, la decisión que había tomado, la traición que había cometido. Se acabaron los pases. Me dejó sin mis rollos, sin mis pequeñas. Alquiló el cocherón a un feriante ambulante que deseaba instalarse en la ciudad. Sin mis héroes de cinemascope. Arrumbó todas las sillas en el antiguo vestidor de Madre, donde nadie había entrado en años. Obligó a Baudilio a recorrer las calles y preguntar en los comercios y revisar los anuncios por palabras en busca de un trabajo que no quería. Sin mis sesiones dobles del domingo ni mis propinas ni mis finales conocidos de memoria y mil veces vistos. Su primo carnal, sí, su primo carnal. Por primera vez Baudilio se vio en la necesidad de decidir por sí mismo para intentar acomodar su universo de fotogramas detenidos en el tiempo (benditas heroínas rubias que nunca envejecían) a un mundo consumido por las prisas. En el que los acontecimientos no obedecían a un guión afinado con esmero de orfebre ni nadie aseguraba un desenlace con laurel para el valiente y plomo para el traidor. Baudilio se sentía descentrado, Baudilio había dejado de poseer el control: inesperadamente Baudilio hubo de enfrentarse a una vida que desconocía. Y que descubrió que no comprendía. Y tampoco le gustaba.

Por fortuna para él, el azar fue esquivo con el primo de Baudilio. El feriante generó mayores problemas que ingresos, y eran más los meses en que no percibía la renta que los que lograba cobrar algo. Transcurrido apenas un año, Baudilio consiguió convencer a su primo y el cine regresó al cocherón, pues al menos no le provocaba quebraderos de cabeza porque yo me encargaba de todo. Y los pases siempre dejaban algún beneficio, por modesto que fuera, eso sí.

Pocos días después, el orden regía de nuevo la vida de Baudilio y éste había recuperado su metódica rutina de pasión y seguridad, aventuras y certidumbre. Seleccionar los títulos. Colocar las sillas. Afinar el proyector. Quedarse extasiado ante el paredón de cal que hacía las veces de pantalla. Recogerlas. Baudilio se afanaba en cumplir a la perfección todas las tareas que las proyecciones del cocherón exigían, y pensaba. Procuraba no distraerse ni dejar nada a medias ni confiar en la improvisación ni retrasarse en sus horarios, y pensaba. Pensaba interminablemente, dolorosamente, que he estado tan ciego como Madre. Desde el primer día. Siempre.

Toda su vida Baudilio había estado convencido de que nada habría querido más que poder compartir pantalla con sus ídolos de celuloide, ser como ellos, uno de ellos, y al cabo de los años descubro ahora que estaba por completo equivocado porque además no sabría ni qué hacer ni cómo comportarme dentro de una película. Baudilio comprendió con sorpresa que la verdadera felicidad la experimentaba simplemente soñando ser una estrella, viviendo esas vidas de superproducción, metiéndose en su piel como espectador pero sin abandonar la invulnerabilidad del cuartito de proyecciones, porque yo no he nacido para ser protagonista –no con este nombre que tengo- sino tan sólo para imaginar que lo soy. Nunca más dudas. E imaginarlo siendo Baudilio, el del cocherón. ¿Cuándo miedo, a partir de ahora? Desear ser mejor que ser. Después de todo, superada con creces la mitad de su existencia, Baudilio hizo mentalmente las paces con su madre: los pases son todo mi mundo, eso es innegociable, pero quizás no resulte tan grave llamarme así.

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6 Comentarios a “137- El cocherón de Baudilio. Por Kobver”

  1. Rafael dice:

    Un relato a medio camino entre el homenaje al cine de siempre y una reflexión sobre la búsqueda de la propia identidad.
    Descoloca en ciertos momentos el cambio de la narración de tercera persona a primera. No sé si intencionado.
    Mucha suerte.

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  2. Barba Negra dice:

    Suerte en el certamen.

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  3. MOREDA dice:

    ME GUSTÓ TU RELATO, A PESAR DE LOS INTERMINABLES PÁRRAFOS. ME GUSTÓ PORQUE AMO AL CINE, EN ESPECIAL AL CINE NOIR. SUERTE

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  4. Charlotte Corday dice:

    Me ha gustado el tono del relato y en especial la reflexión final. Tiene aspectos en la redacción facilmente mejorables, pero eso ocurre casi siempre.

    Un saludo con mis mejores deseos para el certamen.

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  5. Ambrose Bierce dice:

    No se porque me ha traido a la memoria la pelícual Cinema Paradiso, y me ha emocionado como lo hizo aquella. Suerte para el certámen

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  6. lupe dice:

    A mí también me ha recordado la misma película.

    Suerte

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