Según nos cuenta Diógenes, un día
se hallaba el buen Metrocles escuchando
a un grave pensador que iba entregando
al público su gran pedantería.
Y hablando de pedantes, a este chico
surgióle de repente, sin conciencia,
aquello a lo que llaman flatulencia,
ruidosa y con aroma nada rico.
El grave pensador y sus secuaces
con tosca indignación lo señalaron
y «¡váyase de aquí! –le decretaron–;
¡no vuelva a interrumpirnos con sus gases!
Y el joven aprendiz aristotélico,
cargado hasta el copete de vergüenzas,
sumióse en depresiones tan intensas
que lo dejaron sórdido y famélico.
A oídos del gran Crates llegó el tema
de aquel que con su angustia se moría
por no saber que a la filosofía
no debe interrumpírsele su flema.
«¿Por qué está avergonzado ese muchacho?
¿Hay quien carezca de esas efusiones?
Se burlan de él… ¡Qué crueles corazones!
¡Qué necio proceder, qué mamarracho!»
Dispuesto a no dejarlo en su agonía,
el cínico encendió todas sus luces:
se cocinó un guisado de altramuces
y fue al encuentro de él al otro día.
«¿Qué quiere usted de mí, qué necesita?
¿No puedo estar en paz con mi dolor?»
«Sí puede, pero sepa ¡prrr! señor,
que usted es ¡prrr! un hombre que me irrita».
«Usted es ¡prrr! grosero y asqueroso.
Cagarse en el Liceo…, ¡qué licencia!
¿No sabe ¡prrr! que allí se aprende ciencia,
que todo allí es ¡prrr! sabio y majestuoso?
¡Merece ¡prrr! pudrirse, disoluto!
¡No es digno de Aristóteles, no es serio!
No ¡prrr!, no ¡prrr!, no sé por qué misterio
aspira a ser filósofo, ¡prrr! ¡bruto!»
Y así siguió el sermón de guarangadas,
con muchas pausas breves y armoniosas
que fueron transformándose en hermosas,
en vivas, redentoras carcajadas.
Metrocles se hizo cínico, sus miedos
al qué dirán marcháronse de Atenas.
¡Yo quiero que mis calles estén llenas
de gente que se ría de sus pedos!